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sábado, 28 de octubre de 2017
La balada del soldado
Hay odiseas que no culminan con el retorno anhelado, o que es efímero como si la cuerda elástica que tuvieras atada al cuerpo estuviera tan estirada que ya te hiciera volver de nuevo al origen, que no es sino el abismo. Sólo te da tiempo a rozar con la yema de los dedos el hogar, al que sientes lo que dura un abrazo, o el tacto de las lágrimas de tu madre en tus mejillas. Porque en 'La balada del soldado' (Ballada o soldate, 1959), de Griguriy Chukray, Aliosha (Vladimir Ivashov) disponía de un breve permiso para retornar a su hogar, dos días de viaje de ida, otros dos de vuelta, y dos para disfrutar del hogar, de la presencia de su madre, para poder arreglar el techo de la casa, pero el viaje de ida se convierte en una suma de contrariedades que demoran su llegada. Un permiso que se le ha concedido por su acto heroico al destruir dos tanques, un acto de heroísmo que tiene tanto de determinación como de azar (cuando ya se resigna a que le arrolle, encuentra a su lado un lanzagranadas), un acto de heroísmo que ha realizado, como él dice, gracias al miedo.
Pero la odisea no es sólo por poder trocar en realidad, en techo material, aun efímero, la nostalgia del hogar que se siente en la desabrida intemperie de la guerra. El esfuerzo que realiza Aliosha para poder retornar a su hogar, superando diversas adversidades, se dota de una suplementaria sombra que intensifica la ansiedad del reencuentro, porque ya desde la secuencia inicial (los bellos planos de la madre mirando hacia el horizonte de la extensa carretera esperando su vuelta) sabemos que el hijo no retornará definitivamente al hogar, ya que fallecerá en la guerra. Así que esta odisea, esta posibilidad de estar dos días, unas horas, unos minutos, en su hogar, con su madre, se revela como la última oportunidad de realizar ese encuentro. El último abrazo que se den será irrevocablemente el último.
En el viaje Aliosha se encuentra con otros reflejos, otras variantes de retornos al hogar. En primer lugar, el soldado que ha perdido una pierna en combate, Vasya (Evgeniy Urbanskiv), quien duda, vacila, si retornar y reencontrarse con su esposa, porque también se siente inválido en su interior, ha perdido el paso de la esperanza, no quiere sentir en su mirada que su relación también ha sido mutilada. El encuentro, el abrazo, es de una conmovedora intensidad (como aún más, el de la bellísima secuencia final, entre madre e hijo). Ambos, Vasya y su esposa, se alejan en el anden, en un bello plano general, sin remarcar el gesto de él de que no necesita su ayuda para caminar con sus muletas. Por el contrario, también hay retornos que se convierten en burbujas, pompas de jabón, ilusiones vanas, como la mujer sobre la que Aliosha ha recibido el encargo de otro soldado, su esposo, de darle dos jabones, que ya mantiene relación con otro hombre (que se mantiene en elocuente fuera de campo). En la escalera, dos niños juegan haciendo pompas de jabón, uno de los cuáles había encontrado un despertador entre las ruinas de una casa.
Hay horas que ya no sonarán, hay relaciones que también se abaten y quedan en ruinas, pompas que el viento se lleva, heridas, miedos, que buscan un refugio aunque no sea el que se anhele, pero al menos no es un fuera de campo en la distancia. Pero hay otros posibles retornos que se forjan, y crean, como el amor que se gesta entre Aliosha y una chica que encuentra en un vagón de tren, Shura ( Zhanna Prokhorenko). Un amor que se consolida en un trayecto hacia un hogar que se bifurca en otro posible, un amor que se convierte en más necesario que el agua. Cuerpos que se buscan, que se abrazan, miradas que se unen, porque se han encontrado, aunque la intemperie de la guerra les separe definitivamente. Pero por un instante, los abrazos fueron todo un infinito.
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