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martes, 24 de octubre de 2017

La colina

Sidney Lumet fue uno de los más agudos diseccionadores de las instituciones (de realidad). En especial, la judicial y la policial, pero también la política (Punto límite, Power), la educacional (Perversión en las aulas), los medios de comunicación (Network), o la célula social básica, la familia, enfocada o desentrañada desde la anomalía circunstancial (Un lugar en ninguna parte) o dedicacional, en la legalidad o ilegalidad (Negocios de familia, Antes de que el diablo sepa que has muerto). Con 'La colina' (The Hill, 1965), que pudo hacerse gracias a la condición de actor más taquillero del momento de Sean Connery, realiza una de las más feroces disecciones de los sinsentidos del estamento militar, con aún más descarnada contundencia que otra producción británica del año anterior, la notable 'Rey y patria' (1964), de Joseph Losey. ‘La colina’ es además una de las más destacables obras dentro del subgénero carcelario. Dentro del género bélico abundan las obras situadas en campos de concentración o de prisioneros: 'La gran evasión' (1963), de John Sturges, 'The Colditz story' (1955), de Guy Hamilton, 'King rat' (1965), de Bryan Forbes, 'El traidor está entre nosotros' (1959), de Don Chaffey, 'Corazón cautivo' (1946), de Basil Dearden, 'El puente sobre el río Kwai' (1957), de David Lean, 'Traidor en el infierno' (1953), de Billy Wilder, 'Feliz navidad, Mr Lawrence' (1983), 'La gran ilusión (1937), de Jean Renoir, 'Regresaron tres' (1950), de Jean Negulesco o 'The wooden horse' (1950), de Jack Lee, entre muchas otras. Vectores fundamentales suelen ser la resistencia y la capacidad de adaptación, es decir, la supervivencia (que puede derivar en casos extremos como el cinismo, como en las películas de Wilder o Forbes, o la enajenación, como en la obra de Lean). En general, la fuga, de modo puntual o central de la narración, es un propósito fundamental. En 'La colina', es la opresión o anulación del prisionero, y la resistencia y sublevación de éste, lo que centra la atención dramática. No es en este caso un campo de prisioneros, sino una prisión militar. Los carceleros pertenecen al mismo bando.
La acción tiene lugar en una prisión militar británica en Libia (aunque el rodaje tuvo en las dunas de Cabo de Gata, en Almeria) , durante la segunda guerra mundial. La colina en cuestión, es utilizada como correctivo y castigo: ordenan a los soldados subirla y bajarla repetidas veces: es como la piedra de Sísifo a la que se enfrentan con la rígida e inflexible condición del estamento militar, esa que no admite las réplicas ni los cuestionamientos, sino la aceptación de las ordenes, aunque se consideren inconsistentes, o aunque incluso vayan a conducir inevitablemente a la muerte a los soldados (subordinados). Por eso, el principal objetivo de vejación será Roberts (Sean Connery), porque realizó el más infame sacrilegio para la rígida mentalidad militar: No sólo se negó a cumplir la orden requerida, porque pensaba que conduciría inevitablemente a la muerte de los soldados, sino que incluso golpeó a su superior. Se negó a cumplir su ‘papel’, su función, en la jerarquía. Por eso, ya degradado de su rango de sargento mayor, es uno de los cinco hombres que llegan a este campo de concentración (los otros por desertar, robar, comerciar o meterse en broncas) como nuevos prisioneros.
'La colina' se inicia con un imponente primer plano secuencia, de lo más elocuente, que comienza desde lo alto de esa ‘colina’, en la que cae un hombre exhausto. La cámara retrocede, a la par que abre campo, para mostrarnos no sólo el escenario en el que va transcurrir la acción, sino que define cómo la parte, la colina, define al todo, la prisión militar, pero también el sumidero de la mentalidad militar, el del abuso de poder. Este escenario tiene un ‘señor feudal’, un dominador, el sargento mayor Wilson (magnífico Harry Andrews), quien se aprovecha de la indiferencia del pusilánime comandante (que prefiere dedicarse a los placeres epicúreos con prostitutas) y la negligencia y dejadez del médico (Michael Redgrave), quien dictamina el estado de salud de los soldados tras meramente ordenarles que se quiten los calzones. Roberts se convertirá en la bestia negra, en primer lugar, de Wilson, porque es como su reverso, aquel que ha ‘blasfemado’ contra el orden establecido, que se ha atrevido a enfrentarse, de modo ‘directo’ a sus superiores (cuando lo que Wilson hace es aprovecharse de las ‘debilidades’ de sus superiores para implantar su orden), lo que implica ‘negación’ de un orden. Y, en segundo lugar, de quien establece con él un sórdido y callado pulso de poder en este escenario, el recién llegado sargento Williams (soberbio Ian Hendry; al principio, su rostro indiscernible, semioculto tras la gorra, como el ser sin atributos que aspira a ser el dueño y señor del escenario), quien se cebará con el quinteto en una sucesión de ordenes crueles, entre ellas, claro, ascender la colina repetidamente. Sintiéndose incapaz de imponerse a Roberts, se desahoga, o transfiere esa frustración, sobre el componente o eslabón más débil, Stevens (Alfred Lynch), hasta conseguir llevarle al colapso físico, por fatiga crónica, y por tanto, la muerte. Esa enajenada ansia de Williams, tanto de autoafirmarse como de dominar el escenario, se refleja tanto en su ascenso a la colina en plena noche, como en el duelo de borrachera que establece con su superior, Wilson.
Además, en los dardos afilados de esta áspera crítica, también se deja en evidencia la ruindad de las actitudes tanto homófobas ( las calificaciones hacia Stevens de afeminado, o la alusión ‘despectiva’ de que es gay, aunque este diga que está casado; de hecho, desertó porque ansiaba estar con su esposa), o xenófobas, con el soldado King (Ossie Davies) por ser negro, quien tras sufrir repetidos desprecios, pero no dejándose amilanar, responde con el reflejo distorsionado del absurdo, con la conducta del 'loco', la negación completa de un escenario y su dramaturgia: se desprende de su uniforme, y se desplaza en calzoncillos por la prisión, actuando como ese primate con el que le asocian por ser negro, sin ya marcar el paso impuesto, sino asumiendo el ‘discurso del loco’ como negación disidente.En ‘La colina’, con guión de Ray Rigby, que adapta la obra teatral que escribió junto a R.S Allen, no se incurre en gravitar meramente alrededor de su afilado discurso gracias una áspera narrativa, opresiva (con una gama de grises quemados cortesía de Oswald Morris), en la que casi no deja respirar el aire, como Lumet había logrado en sus dos también magníficas previas obras, ‘El prestamista’ (1964) y ‘Punto límite’ (1964).
El maniqueísmo también se rehúye: hay un oficial que pone en cuestión ese abuso de poder, el sargento Harris (Ian Bannen), como entre los ‘oprimidos’ también se manifiesta el cerrilismo servil y la mezquindad, caso del cabeza cuadrada de McGrath (Jack Watson), enemistado con Roberts, aunque evoluciona, a diferencia del esquinado Bartlett (Roy Kinnear), que nunca quiere meterse en problemas con nadie (pero trafica con lo que sea) y que suelta una aberrante disertación sobre la inferioridad de los negros con respecto a los blancos. Seguramente en su momento debió ser un choque encontrarse con un emblema del orden, James Bond, convertido en un personaje que se enfrenta al estamento y a la autoridad. La película no funcionó en taquilla como las del agente 007. Connery consideraba a Lumet como su director predilecto entre aquellos con los que trabajó. Colaboró con él en tres ocasiones más. Dos comparten el atraco como coordenada narrativa, las estimables 'Supergolpe en Manhattan' (1971) y 'Negocios de familia' (1989). Siete años después, en su tercera colaboración juntos, Lumet y Connery realizaron en Gran Bretaña otra feroz disección del trastorno de otra institución, la policial, en la excepcional ‘La ofensa’ (1972), una de las mejores obras de esa década. Ambas, por otro lado, desoladoras, sin dejar resquicio para un rastro de luz. Pero realizadas con la rabia del puño cerrado que desafía a los cielos de raíces podridas.

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