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sábado, 21 de octubre de 2017
Handia
El increíble hombre creciente. 'Loreak' (2014), la anterior obra de Jon Garaño, codirigida por Jose María Goenaga, era una bella obra de impresiones y estados, de emociones entre escombros y colisiones y tanteos, de miradas que no encontraban el contraplano, o lo urdían con las transferencias. Cuerpos que se disolvían entre fantasmas, mientras el tiempo se fuga. Beñat no entendía que haya que visitar los cementerios para recordar a los demás. Su cuerpo servirá durante cinco años de estudio para estudiantes de medicina. Quedará determinado a ser un objeto, como será un fantasma, una pantalla, de distinta índole, para las tres mujeres protagonistas. Hay quien pierde la capacidad de recordar porque su mente se quiebra. Hay quien quiere olvidar lo que vivió. El tiempo realiza su erosión. Y hay tiempos pasados que se desvanecen, como los hay que vuelven a recuperarse del arcén en el que permanecían atropellados. Hay cambios, perdidas, reajustes, transformaciones, variaciones en el tráfico, otros pétalos que compondrán el ramo de la vida. Miradas que dejarán de estar empañadas, desenfocadas.
En 'Handia' (2017), ahora codirigida por Aitor Arregi (aunque Goenaga participa de nuevo en el guión), los primeros planos, de la naturaleza, y objetos, como una silla, que reflejan ausencia, empapan la narración con una sensación de intemperie, falta y pérdida. Cambios, permanencia, adaptación. Una voz en off expresa cómo la vida está definida por el cambio, pero hay realidades que parecen inalterables, aunque quizá sean un espejismo, como un brazo inmovilizado que crees que se mueve, aunque quizá sea por un efecto de la luz, o como una identidad nacional que piensas que es realidad incuestionable y referencia inmutable. En cierto momento, hay quien apunta que la capacidad de adaptación del ser humano es su cualidad más destacada. Hay quien replica que quizá sea su característica más miserable. ¿Por qué esa inclinación a la realidad fija, rígida, inmóvil, ese nacionalismo del ego o del nosotros que se encasquilla en esos restringidos limites de realidad, como si nuestra mirada se secara por efecto de una taxidermia?. Esa voz en off nos habla de dos hermanos que se enfrentaron a la realidad de dos formas diferentes. En esa inicial secuencia se nos presenta a uno, Martín (Joseba Usabiaga), una figura, en un cementerio, ante una tumba abierta, la de su hermano, Joaquín (Eneko Sagardoy), que evidencia la falta de contraplano, como si la respuesta no existiera, como si se hubiera vivido una realidad fantasmal. Se escucha una voz, la del sepulturero, desde el interior de la tumba, que constata que no está el cuerpo que se suponía debía estar. Ha desaparecido. ¿Por qué no está el cadáver? ¿Los hechos ocurrieron del modo que creemos, o como necesitamos creer? ¿No se habrán engrandecido por conveniencia? Este es un relato, en buena medida, sobre distorsiones de la realidad, sobre realidades que quizá no fueron, sobre cómo la realidad quizá, por conveniencia, se tramó sobre la desmesura que impregna de un sentimiento de colosa singularidad, como puede ser el caso de la identidad vasca (u otras identidades nacionales). Es una fábula sobre la desmesura de los relatos que fundan e instituyen una realidad. Handia significa, en euskera, grande.
La acción transcurre en el País Vasco o Euskadi. Comienza durante el conflicto de la primera guerra Carlista, en 1838. Lo que fue más bien el enfrentamiento entre la facción conservadora de foralistas, monarquistas y católicos contra liberales, se tornó en la génesis de ese relato que se fue gestando sobre la identidad euskaldun, y que se ha ido alterando progresivamente, con convenientes olvidos, omisiones y modificaciones. Así, cierta facción, la independentista, ha intentado inocular la convicción (ficción) de que toda su población comparte un mismo sentimiento o las mismas aspiraciones, cuando quizá se define por la escisión o diversidad (aspecto en el que también incidía la mejor obra de Julio Medem, 'Vacas', 1992). En un caserío guipuzcoano, un padre decide, cuando el ejercito carlista le requiere a uno de sus hijos, que sea el primogénito el que se aliste. Cuando retorne, con un brazo inmovilizado, se encontrará con una singular variación en el escenario familiar: su hermano, que parecía ser el favorito de su padre,y también interés amoroso de la mujer que él ama, padece, desde los veinte años, un gigantismo creciente. No cesa de crecer. Esta singularidad dota a la narración fabulesca de una sutil condición fantástica, ese fructífero extrañamiento que altera nuestra percepción y la transforma en interrogante que contempla la realidad desde múltiples ángulos. La realidad es un escenario, pero también materia difusa y escurridiza.
La narración se divide en varios capítulos. En la primera, se remarca el destierro de Martin. Este no desea otra cosa que marcharse, quizá porque no logra sentirse enraizado en ningún sitio. Quizá por eso apunta que es más bien una cualidad miserable la capacidad de adaptación, como si tuvieras que encoger los hombros, inclinar la cabeza, y resignarte al escenario que quizá más bien se te ha impuesto. Siempre parece ser otro el que puede irse, como si él pareciera condenado a estar donde no quiere estar. Su hermano, el gigante, no deja de variar, y sentirse desencajado en una realidad en la que es una anomalía. Deseas amar la realidad, como quieres acariciar un lobezno que encuentras en el bosque, pero quizá la realidad se convierta en un lobo que te persiga en la nieve. Quizá siempre resulte la realidad insuficiente, o no dejes de sentirte desencajado. Ansías el cambio, pero quizá la realidad te altera de un modo que te convierte en desajuste o aberración. Y, mientras, se distorsionan los relatos. Se recuerdan los hechos cómo se desean recordar, porque así resulta más conveniente. Y crecen y crecen y crecen. Y quizá el gigante, incluso, también tenía un brazo inmovilizado, porque quizá ambos hermanos, ambas condiciones, ambos sentimientos, conjugaban esa inadaptación que se distorsionó para erigirse en la fundación de un relato que engrandece un sentimiento colectivo, una realidad fija e inmóvil que es más bien un espejismo. Y en ese elemental estrato nos restringimos, y nos seguimos inmovilizando, por eso no nos movilizamos por la lucha contra la dictadura económica, por las aberraciones de las condiciones laborales, contra la estructura de una realidad que nos oprime, sino por cuestiones viscerales, rudimentarias, y accesorias, las identitarias (aunque más bien camuflen las económicas). Uno saca una bandera, para ondearla, y otro saca la propia, como los monos sacan un hueso y se golpean el pecho, para evidenciar qué escasa es nuestra evolución. 'Handia', de modo sutil, nos confronta con nuestra inconsistencia, con nuestras miradas desenfocadas y empañadas, y señala nuestra intemperie consustancial, como dos figuras que se abrazan en una tormenta de nieve para buscar cobijo en su mutuo desamparo.
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