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lunes, 31 de agosto de 2015

Una chica angelical

Si alguien menciona a un Ministro de la Futilidad hay bastantes posibilidades de que sea un guión de Preston Sturges. Si una chica, pongamos que se llame Luisa (Margaret Sullavan), Lu para abreviar, sobre todo cuando su apellido resulta más bien impronunciable, Guglebacher, coquetea con el hombre que le atrae, abogado con escasos beneficios con quien quiere actuar además de hada madrina, y que responde al nombre de Max Sporum (Herbert Marshall), y le dice que su barba, que él otro cepilla con gesto adusto, como si le insuflara respetabilidad, quedaría mejor rosa para así no asustar a los niños, probablemente, también, sea un guión de Preston Sturges. Quizá me equivoque y pertenezcan ambas ocurrencias al dramaturgo Ferenc Polnar, cuya obra adaptó Sturges para 'Una chica angelical' (The good fairy, 1935), de William Wyler, pero por lo que parece Sturges modificó considerablemente la obra teatral que se había escenificado con éxito entre 1931 y 1932, con Helen Hayes como protagonista. Otra obra de Polnar, por otro lado, fue adaptada por otro cineasta al que le gustaban los nombres rebuscados, Billy Wilder, en una obra que puede competir con esta en ser una de las comedias más aceleradas de la historia del cine, 'Un, dos, tres' (1961). De hecho, comparten montador, Daniel Mandell.
Aunque las comedias que dirigirá Sturges se caracterizan también por su dinamismo, no sólo verbal. Por eso, esta parece más una obra de Sturges que de Wyler, o más bien una equilibrada armonización. Parece que Wyler se mostraba menos encorsetado cuando abordaba géneros más 'ligeros', como la comedia o el western, como reflejan 'Vacaciones en Roma' (1952), 'El forastero' (1940) u 'Horizontes de grandeza' (1958), En cambio, en el melodrama, en algunos casos más que en otros, se engolaba excesivamente la voz, y podía tender al acartonamiento y a una modulación narrativa demasiado espesa, ese engolamiento que afecta al abogado Sporum cuando porta su barba, y del que parece desprenderse cuando se la afeita para complacer a la mujer que le atrae. La secuencia, fabulosa, que con toda seguridad es de Sturges es la de la proyección cinematográfica dentro de la película. Lu ha pasado de su universo protegido, un orfanato, en el que relataba a las niñas pequeñas cuentos de hadas buenas y malas, a una sala de cine en la que ha sido contratada como acomodadora. En un momento dado, se queda embelesada con ese universo fantástico que es una película en una pantalla, que a la vez le parece real, y se emociona con una tensa secuencia en la que una mujer intenta persuadir infructuosamente a un hombre para que no le eche de casa, un hombre que no deja de repetir la misma palabra una y otra vez (go: vete).
En ese universo aún de fantasía en el que vive Lu, sin haber sufrido colisión con la abrupta realidad en la que hay quienes pueden pretender aprovecharse de ella, se verá apoyada por una especie de Pepito Grillo, en forma de camarero de un hotel de lujo, Detlaff (Reginald Owen). Su modo de intentar contener el avasallador cortejo de un admirador, empresario de industría cárnica (de qué va a ser empresario un tábano depredador aunque se parezca al mago de Oz), Konrad (Henry Morgan), es inventándose un marido, que tiene que tener una dedicación de prestigio, así que opta por abogado, y en las páginas amarillas elige con el pito pito gorgorito quien es el beneficiario de su buena acción de hada madrina ya que el empresario para conseguir sus favores, o por lo menos, otra cena, ha aceptado convertir a su marido en el abogado de la empresa. Y los equívocos están servidos, y los reflejos se enredan, y la aceleración no cesa, y la química funciona, entre los personajes, y los actores, con dos magníficos Margaret Sullavan y Herbert Marshall. Y al final, antes del colorín colorado, el único conflicto que quedará será la discusión sobre quién ha sido más hada madrina que los otros. El amor y hacer el bien no es una cosa fútil. De vez en cuando, los sueños se hacen carne.

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