No es habitual en las últimas dos décadas encontrarse con thrillers que te hagan sentir que los cristales te rasgan la piel, que la sangre es pegajosa y que las sombras tras los ojos son abismos afilados en los que podemos ver reflejadas las inconsecuencias e inconsistencias del mundo en que vivimos. Se había sofisticado la pirotecnia de los efectos especiales, cómo explosionar decorados, sobre todo a espaldas de personajes que caminan hasta la cámara y convertido la pantalla en una pista de circo en el que no hacen falta redes, por lo cual lo imposible podía campar a sus anchas en ese subgénero llamado cine de acción. De vez en cuando surgían en el horizonte islotes como No habrá paz para los malvados (2011), de Enrique Urbizu, que no busca ser complaciente sino sacudirte un poco el riñón. No hay filigranas que valgan, los golpes son secos, no hay asideros donde sostenerse sino una emponzoñada atmósfera que arrastra como un remolino. Recupera el aliento de los estimulantes film noirs que se produjeron en España desde finales de los 40 a principios de los 60, dirigidos, entre otros, por Julio Buchs, Francisco Perez Dolz, Miguel Iglesias o Julio Coll. Y reverdece una herencia, la del film noir en general, que ha sido recogida muy puntualmente, como hizo una de las grandes obras maestras del género y del cine de estas últimas décadas, Distrito 34: corrupción total (Q&A, 1990), de Sidney Lumet, con la que se pueden advertir ciertas concomitancias. Su doble línea narrativa, en paralelo: por un lado la que seguía al policía corrupto encarnado por Nick Nolte para lograr acabar con aquellos que pueden incriminarle con el crimen que realiza en la primera secuencia, como Santos Trinidad (excepcional José Coronado) en busca del testigo de sus tres asesinatos, en un club nocturno, en una las primeras secuencias. Hay similitudes entre ambos personajes, aunque también diferencias en su corrupción: en el segundo, como magistralmente se condensa en la presentación, bebiendo primero en una tasca, hasta que cierran, con un semblante que es pura pulpa de sombras, que parecerán corresponderse con las que dominan, después, el club nocturno, en donde sus disparos parecen la proyección de su bilis vital, de su extravío, en descenso de caída libre, con un interior que exuda deterioro, desvencijado, un sórdido estercolero vital (como ese en el que quema las posibles pruebas incriminatorias y desde el que lanza las balas).
Si en la obra de Lumet la otra línea narrativa seguía el proceso, en la investigación, del joven abogado que encarnaba Timothy Hutton, aún con ilusiones de que en el mundo prevalezca la integridad, y entrando en colisión hasta con sus propias contradicciones (un ramalazo xenófobo que ni él mismo imaginaba), en la obra de Urbizu son dos figuras casi robóticas, Leiva (Juanjo Artero) y la jueza Chacón (Helena Miquel), dos burócratas de impecable aspecto (o diseño estético; el atildado policía de traje y corbata y la jueza que parece salida de una pasarela tras realizar varias carreras) que contrastan con el desastrado aspecto de Trinidad. No parece que tengan un espacio íntimo más allá de su labor (a la inversa de Trinidad y su intimidad arrumbada), sobre todo ella, por eso choca (eficazmente) ese breve instante en que el rictus de su máscara de eficiencia, de su rol, se quiebra, y surge una sonrisa, y una distensión, cuando conversa con su marido e hijo. Tras la máquina, que sólo busca realizar eficazmente, y con la pertinente distancia, su labor, pero no comprender, lo que implicaría mancharse ( porque la vida mancha), hay algo separado con condición humana (cual Jekyll y Hyde pero una dualidad seccionada voluntariamente y controlada). En un caso u otro, es la enajenación del Orden, perdidas ya las raíces o los horizontes ( Trinidad) o neutralizados como máquinas ajenas a lo real (Leiva y Chacón).
También coinciden ambas películas en el componente de la diversidad étnica, o en la condición del otro con otras señas de identidad étnicas ( y en el espacio de la no legalidad; son las figuras sospechosas o amenazadoras). En la de Lumet, los latinos, y en concreto los cubanos. En la de Urbizu, los colombianos y los musulmanes. Es admirable cómo conjuga la subtrama del grupo musulmán preparando los atentados (bombas camufladas en extintores; irónico en un paisaje humano, como el descrito, necesitado de otro tipo de extintor). Hay otra vertiente muy sugerente en esa doble dirección narrativa, la cual conecta con Conspiración de silencio (1955), de John Sturges. En esta se conjugaban las perspectivas de un recién llegado a un pueblo perdido en el desierto y las de algunos recelosos habitantes. Uno se preguntaba qué ocultaban y los otros qué buscaba ese hombre. En No habrá paz para los malvados, Trinidad parte de una cuestión personal, que le afecta solo a él, la búsqueda de un testigo que pudiera incriminarle, a una cuestión colectiva, que afecta a los ciudadanos en general, ya que en su búsqueda se encontrará con que ese hombre está relacionado con una célula terrorista que pretende realizar un atentado con extintores, colocados en varios lugares públicos, como supermercado o cine. Su búsqueda egoísta termina siendo beneficiosa para un colectivo. Por su parte, los investigadores policiales buscan respuestas en aspectos generales, habituales escenarios de conflicto, como el narcotráfico o el terrorismo, sin poder considerar en ningún momento que la causa de los crímenes fue un elemento anómalo, el extravío de un hombre que descargó su amargura y rabia vital en aquel momento con aquellas tres personas, independientemente de cuáles fueran sus actividades. Urbizu demuestra su gran talento como narrador, su impecable precisión, su sabio uso de los planos generales, sin enfatizar acciones, como cuando pregunta la encargada del caso en el night club donde Trinidad ha realizado los crímenes qué es ese olor, y le contesta Leiva que en esos sitios siempre huele así. Urbizu logra que se sienta el peso de las sombras, que dominan buena parte de la obra, sombras que sangran, que tiemblan, que hieden. La secuencia final recupera, combinado, el aliento de ciertos finales de obras de Schrader o Peckinpah, aunque aquí no hay ni redención. Su destino, en caída libre, ya estaba marcado (su gesto sosteniendo con un dedo su pistola como, en las secuencias iniciales, en la oscuridad de su hogar, tras matar a las tres personas en el club nocturno). Además, nadie sabrá lo que contienen esos extintores que no explotarán (metáfora de una violencia larvada).