Un aparte en la narración que es un
umbral, una cesura que invoca el deseo de transformar la realidad.
Una canción que todos comparten, la música que reanima su
peso vital. El verosímil se quiebra como si se conectaran los
desolados espacios íntimos de los personajes principales, atorados en
lo que parece un callejón sin salida donde sus emociones se abrasan
en su irresuelta congestión. El desencuentro de voces que no parecen
saber conjugarse, la orfandad ante un mundo remiso a nutrir la
calidez y la cercanía. Esa vida en precipitación reflejada
en la portentosa presentación de los diversos personajes encadenada
a través de febriles travellings, hasta sosegarse con el personaje
más centrado, presto a servir, el policía, Kurring
(John C Reilly). Un mundo donde los padres, aquellos que deberían
dotar de guía y sensación de refugio, no son sino seres rapaces,
que abusan de su poder, de su posición, incluso de sus hijos, por
omisión, despreocupándose de su suerte, o por activa,
aprovechándose de su talento o hasta como fuente de placer físico.
Y aquellos que buscan poder servir, realizándose en el acto
generoso con los demás, colisionan con un mundo poco receptivo, o
enmarañado en sus heridas y extravío, y enquistado en su
encapsulados egos inflamados, incapaces o no dispuestos a aproximarse
a los otros, presos de sus autojustificaciones, pesares que hacen de
la resignación escepticismo, o rituales exorcizadores en los que
reproducen con su conducta aquello que los causó dolor a través de
la conducta de otros, de sus progenitores, que se constituyen en
representantes de toda una sociedad, en la que todo sentido
sustancial parece haberse extraviado ( o corrompido).
De ahí ese prodigioso prólogo que
interroga sobre las casualidades y el azar, que es interrogante sobre
si hay algún sentido en la cadena de aconteceres, o todo es
arbitrario, caprichoso. Porque el sentido, el que emana de los
modelos paternos (sociales), se revela una impostura, un vacío, una
opresión o un abuso. Y algún sentido (sustancial), o esa es la
interrogante, debe haber, o encontrarse, para poder seguir en
movimiento entre, con y hacia los otros. Porque lo
único que parece haber en la vida son programas, cuyo emblema
son los programas de televisión, en concreto, ese concurso que
presenta uno de los padres, Gator (el que abusó de su hija Claudia
(Melora Walters) en la infancia, encarnado por Philip Baker Hall,
como si ese deseo fuera un programa que no podía evitarse), y
cuya cadena de televisión está regida por otro padre, ya
agonizante, Partridge (Jason Robards), emblema de la depredación
inclemente, no sólo laboral y económica, que arrasó con la vida de
todos, incluida su familia, a la que abandonó, ni siquiera
preocupándose cuando quien fue su esposa padeció el cáncer que la
llevó a la muerte. Su hijo, que cambió su nombre para evidenciar
cómo renegaba de de él, de Jack a Frank McKay, encarnado por Tom
Cruise, supurante de resentimiento, ha transferido su dolor creando
otro programa, un misógino servicio de autoayuda para hombres
que no hace sino recrear, al alentar el dominio sobre las mujeres, lo
que rechazaba en su padre.Otro padre, Rick Spector (Michael
Bowen), utiliza las capacidades intelectuales de su hijo, Stanley
(Jeremy Blankman), para triunfar, gracias a sus conocimientos, en un
concurso televisivo (el programa que presenta Gator y produce
Partridge), un hijo que solo es un instrumento para su propio
beneficio, un hijo al que maltrata sin escrúpulo como si fuera un
programa de presión disciplinaria para que proporcione los
resultados deseados, sin importarle en absoluto cómo se sienta. Por
su parte, Donnie (William H Macy) fue en el pasado otro niño
prodigio, que también sufrió la depredación de sus padres, los
cuáles se quedaron con el dinero que les proporcionó sus
cualidades intelectuales en el concurso de otro programa televisivo,
y que en el presente se ha convertido en una figura desvalida e
incapaz ( a raíz de impactar sobre él un rayo) que está dispuesto
a ponerse un corrector en sus dientes porque lo lleva el hombre que
le atrae. Pero de la misma manera que es despedido en su trabajo,
parece, y así lo siente, que ha sido despedido de la propia vida
porque no consigue nada de lo que desea.
Inesperadamente, cuando todos estos
destinos parecen irremisiblemente atrapados en esa tela de
araña que parece hacerles sentir que nada es posible, sino agitarse
en sus lamentos o arrepentimientos, todos y cada uno, en su aislado
espacio, entonan una estrofa de la canción Wise up (anímate o
enderézate), de Aimee Mann. Es el instante en que sus dolores parecen
conectarse, y en esa corriente empática, enunciada con la ruptura
del verosímil (mediante la musical interconexión de unos
travellings que unen en diferentes espacios como las sucesivas
estrofas de la canción que todos cantan), pues es una situación
imposible, sus emociones se proyectarán como si cruzaran un
umbral y lo posible se hiciera horizonte que alcanzar, en donde
sentir al otro, y abrir el corazón con confianza, o revelar la
podredumbre camuflada. Aunque para ello, el artificio haya tenido que
hacerse manifiesto, y lo considerado imposible explosione esta
encadenada serie de emociones congestionadas en desencuentro,
como una súbita lluvia de miles de ranas propulsará posteriormente.
Lo extraño romperá esa agrietada pantalla de la realidad
para recuperar el impulso de poder sentirse en el otro (como
Jack/Frank con su padre), asumir el propio desvalimiento, la propia
inconsistencia (como Donnie), la miseria de su conducta pasada, como
si su muerte inminente se lo permitiera y así conseguir el perdón
(Gator), o ser capaz de manifestar la necesidad de un cambio de trato
(como Stanley con su padre).
Magnolia (1999), de Paul
Thomas Anderson, es una prodigiosa obra de compleja estructura. Pocos
cineastas elaboran movimientos de cámara tan fascinantes como
cargados de sentido, y a la vez pura música, como lo es su narrativa
(su proverbial sentido del montaje), una música de emociones
entrecruzadas, con un
refinado sentido de la modulación, con diferentes crescendos y
variaciones rítimicas, con la crucial función de las composiciones
de Jon Brion y las canciones de Aimee Mann. Es una inmersión
en los abismos de la emoción quebrada que se torna curativa pura
conmoción. Sí hay luz en el túnel, pero implica esfuerzo y
disposición, fe, o mejor dicho, confianza, en uno mismo, los otros y
lo posible. Es posible ser atento, empático, en vez de infligir
daño. Si la realidad se ha convertido en un espacio de presencias
ajenas, cual fantasmas dolientes o espectros rapaces, hace falta
quebrar los muros de lo verosímil para que lo que parece
imposible, por nuestra incapacidad o torpeza, por nuestra mezquindad
o corrupción, se haga posible, e incluso, real. Y así, como refleja
el plano final, (en travelling hacia un rostro, el movimiento
encontrado, realizado, en el
entre, con y hacia) un rostro, hasta entonces máscara de
aparente irreversible dolor, el de Claudia, se sonríe, y nos sonríe,
porque una voz, la de Kurring, aquel que la mira de frente y la
acepta con todas sus sombras y todos sus dolores, le está diciendo,
y haciendo sentir, que siempre estará a su lado, servicial,
atento a lo que sienta. Es el rostro, la sonrisa, que gestó esta
narración. Es el rostro de ese misterio tan ultrajado llamado amor.
Así de sencillo, así de posible, aunque parezca inverosímil.
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