Hay películas, como Tres colores: Rojo (Trois colours: Rouge,, 1994), última obra de Krzysztof Kieslowski (que fallecería dos años después), que hacen del misterio cuerpo de narración, incógnita que es a la vez revelación, como el momento epifánico de esa súbita luz que envuelve por unos instantes a Valentine (Irene Jacob) y al juez (Jean Louis Trintignant) en el hogar de éste (o un hogar que es a la vez que ruinas y retiro un lugar que alienta lo posible cual sombrío Brigadoon: hay algo de entresueños, de entraña fantástica, en la narración). La vida es una extraña trama de casualidades, o quizás esté tejida por imperceptibles hilos invisibles. La narración se desliza entre interrogantes y, sobre todo, fragilidades, las nuestras. Es una narración que tiembla. Temblores velados, como esa luz de cielo encapotado que prima, como si el día estuviera bañado de noche, esas sombras espesas de sus nocturnos. El accidental atropello de una perra (embarazada) provoca una imprevista conexión, la que establece Valentine con esa intrigante personalidad que es el juez (quien parece haber abortado su vida). Un cruce de senderos que propicia un alumbramiento mutuo, y el esclarecimiento de un futuro, el de ella, y la restitución de un pasado, el de él (como quien recuperara el aliento de vivir). Pero, entremedias de la narración y esos personajes, como una línea paralela que pareciera siempre a punto de cruzarse con Valentine ¿Quién es es Auguste (Jean Pierre Laborit), ese joven abogado poseedor también de un perro, que vive enfrente de Valentine, que sonrie admirativo ante el gran cartel de Valentine en la calle y que será abandonado por su novia, como así le ocurrió al juez décadas atrás, quien, indirectamente, propiciará que ella conozca a quien será su nueva pareja?
Durante la narración se alternan vidas que se solidifican y una vida que se resquebraja, el afianzamiento de la relación entre Valentine y el juez con las vicisitudes del abogado, su decepción y ruptura, como si se trazara una variación de aquella vivencia pretérita que vivió el juez. Pasado y presente se conjugan a través de distintas vidas. ¿La vida como repetición que puede ser corregida según la combinación de los factores que logren contrarrestar la accidentalidad? Los accidentes del azar pueden ser nefastos pero también beneficiosos. Los reflejos, cuerpos de espejos, se entretejen en la narración. El poster de Valentine encontrará su replica en el último plano cuando es salvada tras el hundimiento del ferry, y que posibilitará que conozca al abogado, precisamente a su lado en ese momento, otro de los siete supervivientes, entre los que están cuatro protagonistas de las previas Azul (1993) y Blanco (1994). Quizás casualidad, quizás no. El rostro del juez, que al inicio de la narración, cuando le conoce Valentine, era un semblante grave, mustio y amargo, indiferente al mismo estado de la herida perra, ahora ya sonríe, tras el cristal roto de la ventana, gracias a la interacción que gestó y afianzó con Valentine (como si le hubiera embarazado con el entusiasmo de vivir que implica generosidad, dejando de regodearse en su desgracia, en la que parecía haberse embarrancado desde que le abandonó la mujer que amaba).
El juez era un hombre que meramente se dedicaba a escuchar las conversaciones de sus vecinos. Su perspectiva de la vida es que nada podría conseguir su intervención, ni la de Valentine, por muy buena intención que tuviera. Cuando Valentine contacta con una familia vecina, a cuyo marido el juez escuchaba en sus conversaciones con su amante masculino, se percata de que la hija es consciente de esa otra relación (porque la ve cómo escucha por teléfono). El juez plantea qué podría aportar que revelara esa conversación a la esposa. Interviniera ella o dejará él de escuchar sus conversaciones sería parecido el destino de esas vidas. Pero a la vez la intervención de Valentine en la vida del juez, la relación cómplice que afianzan logra que él varíe de modo radical su manera de habitar la realidad. No solo deja de escuchar esas otras vidas, reflejo de que él carece de vida propia, como si fuera una mera sombra, sino que incluso se denuncia a sí mismo por espiar telefónicamente a otras vidas. Valentine consigue que vuelva a querer convivir con la perra, que se preocupa por ella, quien dará a luz como reflejo de cómo él está dandose a luz de nuevo. Kieslowski de nuevo, con la colaboración inestimable de la dirección de fotografía de Piotr Sobocinski, la música de Zbigniew Preisner y la prestación de los intérpretes, modula con sutileza impresionista un relato que se teje en buena medida en sus subterráneos. Misterios, pero sin duda bellos y cautivadores. La vida es una incógnita que asombra. Rojo me parece una de las obras maestras de uno de los grandes cineastas de los últimos cincuenta años, como lo fueron también las diez obras, sobre todo el decálogo 1, No amarás y No matarás, que componían su excepcional Decálogo (1988), La doble vida Verónica (1991) así como obras menos conocidas, como El aficionado (1979), Sin fin (1985) o El azar (1987), que había sido rodado en 1981 (pero fue censurado por el gobierno polaco).
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