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viernes, 2 de diciembre de 2022

De cada quinientos un alma (Eterna Cadencia), de Ana Paula Maia

 

El caos es silencioso. Se mueve insospechadamente. Penetra por habituales resquicios que ignoramos. Se instala al igual que un organismo vivo y su instinto es expandirse, atravesando capa tras capa hasta enraizarse. Cuando nos damos cuenta, es quien dicta las órdenes y los próximos movimientos. Ni muertos, ni impotentes, estamos dominados. En De cada quinientos un alma (Eterna Cadencia), de la brasileña Ana Paula Maia, una obra sobre el caos expandiéndose en nuestra realidad, como si la borrara, en forma de apocalipsis, hay dos pasajes breves que destacan sobremanera. Ambos están conectados con la profundidad en cuanto abismo, como si los cimientos de nuestra realidad se hubieran resquebrajado, desmoronado, y nos absorbiera, ya definitivamente, el caos que es nuestro basamento inmanente. Un abismo insondable está relacionado con un puente cuya construcción no fue concluida, porque, progresivamente, se precipitaron en su vacío los trabajadores. La conexión no fue realizada, como esta especie humana no lo ha logrado después de tantos siglos con su entorno, más bien lo contrario, se ha obcecado en su degradación. En la segunda circunstancia, un hombre, en un navío, dice oír voces que proceden de las profundidades del mar, antes de dejarse caer como si una fuerza imperiosa le arrastrara. Un hombre, cocinero, que acababa de matar a toda la tripulación. Son secuencias que evocan The happening (2008), de M Night Shyalaman, una de esas películas visionarias que fue denostada en su momento. Seguimos yendo hacia atrás en nuestro gradual suicidio colectivo por la degradación que estamos realizando en nuestro entorno, por la celeridad con que lo degradamos, ya que consumimos al doble de velocidad de su capacidad de regeneración. Hasta que la Tierra no resista más y se resquebraje definitivamente.

De cada quinientos un alma es otra de las numerosas obras, en las últimas décadas, que se hacen eco de nuestro desastre, como especie, con la metáfora del apocalipsis. No hay zombies sino contaminados que son purgados como desechos. La realidad se trastorna. Hay lugares en los que subitamente ha desaparecido la gente. Quedan los residuos de las acciones no concluidas. También hay espacios que parecen reconfigurarse. Los dos pasajes citados, y la incógnita sobre qué es la causa de ese apocalipsis en progreso, también evoca la literatura de Arthur Machen, Edgar Allan Poe o H.P. Lovecraft, pero no se alude a deidades paganas ni arcanos sino a la más convencional imagineria cristiana, sustentada en la dualidad, de Cielo e Infierno y Dios y Diablo. Al fuera de campo hay que dotarlo de nombre, o hablar del caos con alguna imagineria, como ejemplifica la plaga de langostas. Sea lo inconcebible o lo mundano la causa del fenómeno anómalo, el ser humano y su naturaleza dañina y virulenta siempre está en el centro del remolino. Los tres hombres avanzan por la ruta intentando contener el horror de un inminente apocalipsis que si no es consumado por la ira de los cielos, inevitablemente será consumado por la ira de los hombres.

Tres hombres familiariazados con la muerte, dos por su trabajo en un matadero, y otro, ex sacerdote, por recoger animales muertos en la carretera, son los tres protagonistas que se desplazan por las vías de una realidad cuyas coordenadas parecen dislocadas. Lo que importa es mantenerse en el flujo continuo de la vida hasta que ella se extinga. No saben cuál puede ser la dirección que tomar, ya que es imprevisible lo que les puede deparar aquella por la que opten, como no saben cuánto es el tiempo del que disponen. Vacío y cadáveres parecen ser los componentes de la ecuación de realidad desmontada que recorren. El código de circulación en la realidad ha variado de modo drástico. No saben quién puede ser la amenaza, y cuál puede ser la justificación. Si la piedad tiene sentido o es el único fundamento que puede sostener la incertidumbre de lo que quede de vida. La narración es breve. No se extravía en circunvalaciones. Ni siquiera busca catarsis. La narración, la vida, se interrumpe sin extenderse en percances que crearan la ilusión de dilatación, como una prorroga sin fin. Al fin y al cabo, es lo que estamos decididos a hacer, interrumpir esta realidad aunque nos digamos que vivimos en una realidad de permanente suministro, que no es sino virtual, mera proyección conveniente, por indiferencia o autoengaño. Pero los cielos se están abriendo, y es un abismo que nos atrae aunque neguemos que lo sea. ¿No es el caos el propio ser humano?

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