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miércoles, 7 de diciembre de 2022

Entre la medianoche y el amanecer

 

La voz en off que presenta Entre la medianoche y el amanecer (Between midnight and dawn,1950), parece que nos introduce en esa vertiente del film noir, frecuente en aquellos años posteriores a la segunda guerra mundial, calificada como procedural, aquella en la que se mostraban, utilizando modos semidocumentales, las actividades y procesos de investigación de diversas fuerzas del Orden. En este caso, enfoca en la de los patrulleros. Pero es solo una introducción. Pronto la narración, vigorosamente trazada, derivará en los laberintos más abstractos y más complejos del género, aquellos que enfrentaban a las sombras del escepticismo y fatalismo en aquel periodo tan convulso socialmente, ¿en qué creer?¿qué es posible cuando se siente que ante todo rige el caos, y la muerte es una amenaza que cercena toda ilusión y entrega?. En las primeras secuencias quedan patentes esos dilemas en las divergentes actitudes de los dos patrulleros protagonistas, el más confiado, Rocky (Mark Stevens) y el más descreído, Pappy (Edmond O'Brien), quien piensa que lo único que pueden lograr es curtirse lo suficiente para que nada les afecte, porque no está en la naturaleza humana la capacidad de poder cambiar (sólo hay buenos y malos, y priman éstos, y no piensa que sea la sociedad, el entorno, la que condicione). Pappy es implacable en su faltá de fe en el ser humano, como demuestra, en las primeras secuencias, con una de las dos chicas que detiene tras el tiroteo en el garaje, inclemente a sus súplicas sobre que su ayuda a esos dos chicos en un robo era su primer delito y que nunca había sido detenida.

Esa esplendida secuencia del tiroteo está narrada con ese impecable nervio, de intensa fisicidad (el chico estrellándose conta la puerta de cristal), que demostró Douglas en sus mejores obras (Río Conchos, El detective, Sólo el valiente, Chuka, Corazón de hielo, La humanidad en peligro). La narración se caracteriza por una corriente sinuosa en la que sorprende la vivaz agudeza de los momentos en los que prima la comedia, tanto en la secuencia con los niños en su coche patrulla, como en especial todo lo concerniente al cortejo de Rocky a Kate (Gale Storm), secretaria de su superior, y antes voz de operadora de radio que le había fascinado. Hay que destacar los brillantes diálogos de Eugene Ling, en unas secuencias, con el contrapunto de Pappy, además ejemplares, ya que crean poso para definir a los personajes, y sedimenta una cuestión que irá adquiriendo cada vez más relevancia, la amenaza de la muerte, ya que Kate se resiste a establecer una relación con un policía tras que viera en el pasado lo que su madre sufrió con su padre (por su temprana muerte, en particular), lo que, por otro lado, da pie a un par de estupendas secuencias entre madre e hija (en una de ellas, con un eficaz uso del campo-contracampo: la madre en cuadro, en la cama, evoca cómo no lamenta la vida compartida con su marido, mientras oimos a la hija expresar su reticencia a dar una oportunidad a Rocky).

Como contraposición también se engarza hábilmente con la otra línea predominante de la trama, la que enfrenta a la figura representativa del caos, el gangster/hombre de negocios (dueño de un club), de rostro aniñado y actitud arrogante y caprichosa, Garris (Donald Buka). Resulta contundente la secuencia en la que Garris dispara sobre ambos desde su coche, hiriendo fatalmente en la cabeza a Rocky. La obra, en su sombrío tramo final transita, de modo ejemplar, de lo más luminoso y cálido a lo más siniestro y descarnado. Enfrenta a Pappy con su nihilismo, a través de una inmersión en el abismo. En principio, su desolación, y afán de venganza, le ciega, y resulta excesivamente cruel, por lo que es cuestionado por Kate. Pappy está a punto de perder, ya de modo irreversible, la confianza en el ser humano, esto es, en que no haya otra posibilidad aparte del triunfo del caos ( y no deja de ser significativo que Garris amenace con lanzar a una niña al vacío, como si así certificará su modo de pensar). Un sacrificio ajeno, entre una humareda (en equiparación a la de su concepción fatalista), le hará recobrar la visión sobre que hay seres humanos que sí pueden cambiar, y que pueden rebelarse ante un entorno que les condiciona y enajena.

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