La mujer del cuadro (Woman in the window, 1944) o cómo los escaparates de los sueños son peligrosos si subyace un miedo a convertirlos en realidad, ya que los temores generan pesadillas en las que habitan fantasmas a los que no se ha enfrentado en la mullida vida cotidiana que es vivir en la superficie de las cosas entre teorías y fantasías que no se han contrastado. ¿Cómo actuará uno en esa circunstancia sobre lo que se ha teorizado o que ha imaginado como fantasía ? ¿Qué revelará de uno mismo? Esa pesadilla, esto es, el contraste que se revela contradicción entre lo imaginado o supuesto y lo real, es la que nos narra Lang con su vitriolica geometría del desorden. Lang rodó esta película en 1944, e inmediatamente rodó con el mismo trio protagonista otra excelsa, y más cruda, obra maestra, Perversidad, (Scarlet street), en la cual, Robinson interpreta a un pintor que no ve (discierne cómo es) realmente a quién tiene delante. En La mujer del cuadro, Wanley (Edward G Robinson), en el cuadro proyecta sus fantasías, el reflejo de sus anhelos pero también, y sobre todo, de sus miedos. Por eso, la primera vez que ve a Alicia (Joan Bennett) es como reflejo, superpuesta sobre el cuadro, imagen sobre imagen (aparece cual emanación del escaparate o cuadro). Alicia es la modelo que posó para el cuadro. Alicia es la mujer del escaparate (es la traducción más precisa del título original). Alicia es la encarnación del cuadro, de un sueño, el de Wanley, quien cruza al otro lado del espejo pero en sus sueños.
La introducción de la película (en la vida de Wanley) no puede ser más precisa. Es un profesor de literatura que en la primera secuencia vemos cómo expone que hay diversas maneras de de juzgar el acto violento o crimen dependiendo de si es en defensa propia o premeditado. No reflexiona sino que constata que la ley diferencia grados de homicidio, si hay premeditación o no. Esto es, la materialización de los impulsos violentos pueden ser juzgados de distinta manera, con atenuantes o agravantes. En la posterior secuencia se despide en el vestíbulo de la estación de su esposa y sus dos hijos, que marchan de vacaciones. Wanley se desplaza por las calles como si hubiera perdido cierto sentido de la dirección, como si estuviera en un entre. En la entrada del club se reúne con sus amigos, Lalor (Raymond Massey), fiscal y Barskdale (Edmond Breon), médico, los cuáles se ríen al ver su mirada abstraída contemplando el cuadro de Alicia en el escaparate. Como indicará a sus amigos, para él el cuerpo es fuerte para las tentaciones, pero la mente es débil. Y su mente parece vulnerable, porque parece estar en otra parte, en el territorio de lo que quisiera que fuera (ese que germina en las fisuras del basamento de las insatisfacciones o de la falta, en cuanto carencia). Con sus amigos digresiona sobre su condición de hombres que han superado los cuarenta, sobre lo que implica de vida ya aposentada o postrada, dejadas atrás las aventuras, el fragor de la vida. Lo que se dice quizá no concuerda con lo que se quisiera. Wanley asegura, con convicción, que sería incapaz de tener el valor de tener una aventura con una mujer como la del escaparate. Pero cuando se han marchado sus amigos, coge el libro de El cantar de los cantares, libro que representa la conjugación de lo erótico y lo romántico, el canto de la vida esponsal y del triunfo del amor, quizá lo que siente le falta en su matrimonio. Wanley más que anhelar otra aventura anhela que su matrimonio fuera diferente, que le inspirara y satisfaciera unas emociones y unos deseos que no siente. Y a la vez, siente que no sería capaz de afrontar una aventura que realmente desea que se materializara.
Wanley aún sueña con lo que se resiste a asumir como ya no posible, su mente no está decidida a resignarse. Hay quienes han señalado que la revelación final de que todo lo vivido ( o más bien padecido) por Wanley sea un sueño no era sino una concesión realizada al código de censura que no aceptaba se concluyera con un suicidio ( si eso era así, sí aceptaba que se pueda soñar con suicidarse, pero eso sí no materializarlo), como finalizaba la novela que se adaptaba, Once off guard, de JH Wallis, y que dicha conclusión devaluaba el alcance de la película. Lang declaró que fue decisión suya ese cambio porque el suicidio le parecía una conclusión anticlimática. No sólo resulta coherente la conclusión definitiva, sino que la ironía implícita en que sea el escenario de sus sueños en que forcejean sus miedos incluso densifica la complejidad, y amplifica la incisión, de la obra ( no porque fuera un final trágico lo sería más, o más realista). Además, en Perversidad realizó un complemento que reflejaba la precipitación en abismo de quien, también otro personaje de vida cotidiana anodina e insatisfactoria, se extravía en la proyección virtual sobre una mujer que no sabe ver, autoengaño que permite el engaño ajeno. En aquel caso, él realiza, pinta, el cuadro; ella es el retrato de su proyección, de su ceguera.
Si en Perversidad la espesura de sus tinieblas, de su tétrica visualización, es el reflejo de esa cautiverio y extravío que se hace cuerpo en una atmósfera opresiva, en La mujer del cuadro es fascinante, en primer lugar, cómo Lang crea, de un modo sutil, una atmósfera de duermevela, a través de la dilatación temporal, de planos y secuencias. Hace cuerpo de esa sensación de que en los sueños todo parece vivirse de un modo más lento. Resalta la minuciosidad con qué narra todo el proceso de Wanley y Alice resolviendo la ocultación del crimen del hombre que ha irrumpido imprevistamente, un amante de Alice ( y que significativamente luego se revelará que es alguien poderoso, no alguien cualquiera, ya que es un importante empresario y financiero; es ya un signo de que en su sueño, en su cabeza, Wanley quiere ser derrotado, de que quiere que su tentación sea derrotada; de ahí la singular sucesión de adversidades y torpezas). Es conocedor de que la ley diferencia grados de homicidio pero decide no llamar a la policía, pese a que haya matado en defensa propia, no solo porque teme que las pruebas circunstanciales le incriminen. En teoría, hay atenuantes, pero él solo piensa en la posibilidad de agravantes, ya solo por la circunstancia en sí, por el hecho de estar en el apartamento de una mujer que no es su esposa. Opta por la ocultación porque no quiere exponerse. No solo le preocupa el crimen en sí sino su imagen social, cómo afectaría a su matrimonio.
La ironía implícita en la obra se refleja en detalles como que sea precisamente amigo de Lalor, el fiscal que llevara el caso, y que, invitado por él, acuda al lugar donde ocultó el cadáver (sufriendo un calvario amplificado por sus torpezas, por las que cometió la noche lluviosa en la que arrojó el cadáver en un bosque y las que comete junto a su amigo o los policías, como dirigirse hacia el lugar del crimen como si conociera dónde está), o en ese ingenioso recurso del rollizo boy scout que relata en un noticiario en los cines cómo descubrió el cadáver. Por tanto, es testigo, en primer plano, de cómo la ley se cierne sobre él. En el primer tramo de la narración, se materializan sus temores con respecto a la acción de la ley (que por otra parte pone en evidencia sus negligencias), y en el segundo sobre la amenaza de los imprevistos, con la aparición del chantajista, Heidt (Dan Duryea), guardaespaldas del asesinado. Las verjas a través de las que se les encuadra a Wanley y Alicia cuando están decidiendo qué decisión tomar con respecto al chantajista, si pagarle o matarle, evidencia cómo se está enjaulando cada más progresivamente ( es el momento en que se pasa de asesino en defensa propia a asesino con premeditación cuando determinan envenenarle).
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