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viernes, 1 de enero de 2021

Viaje alucinante

Si por algo han destacado las más conspicuas y genuinas obras del cine de aventuras es por su dominio de los contrastes. Son los que sustentan, y propulsan, el alcance de sus resonancias, y la dinámica del pulso narrativo (en el cuál, como si fuera el curso del rio, hay meandros y accidentes de diversa índole hasta llegar al mar). Contrastes de actitudes, espacios, costumbres. Contraste de Miradas.. Y una de sus más señeras muestras fue 20.000 leguas de viaje submarino (1954), de Richard Fleischer, ya manifiesto en aquel gran ventanal que asemejaba a un ojo en el interior del submarino del capitán Nemo. De algo de su espíritu está influenciada otra obra 'submarina' del mismo Fleischer, Viaje alucinante (Fantastic voyage, 1966), que linda con la ciencia ficción, y no es de extrañar que fuera un proyecto en el que el propio cineasta se implicara especialmente desde su inicio. Lo insólito de la propuesta, ya de entrada, es que el viaje submarino se realiza en el interior del cuerpo humano. El motivo de la misión, a contrarreloj, ya que sólo disponen de una hora, antes de recobrar su tamaño normal los cinco integrantes de la expedición, es la cura del hematoma en el cerebro del científico que, precisamente, ha logrado resolver cómo miniaturizar cualquier forma (humana o no). Posibilidad, por consecuencia, que le ha puesto en el objetivo de las dos predominantes potencias (estamos en la época aún candente de la guerra fría entre los dos bloques) para aplicar, como arma militar, su descubrimiento. De nuevo, la relatividad de la mirada, la diversidad o multiplicidad de posibles ángulos, perspectivas o escalas. En cierto momento, el coronel Reid (Arthur O’Connell), al advertir que el general Carter (Edmond O’Brien) cambia de parecer y no aplasta una hormiga sobre el azúcar, señala que quizá está adoptando una perspectiva hindú de la vida, no hay nada pequeño ni grande, por tanto inferior o superior, todo merece la misma consideración. En la resolución, los supervivientes del viaje submarino por el cuerpo humano, salen por los conductos lacrimales del ojo.

Sería interesante hoy en día ver cómo las susceptibles mentes inquisitoriales sacarían punta a la secuencia en la que los anticuerpos atacan el cuerpo de Raquel Welch, y los cuatro tripulantes masculinos se esfuerzan en liberar los anticuerpos, que han cristalizado, y por lo tanto la asfixian y estrangulan, adheridos a su anatomía, lo que determina el inevitable contacto. Solo en cierto momento se alude a su condición femenina. Antes de iniciarse la misión, el coronel Reid señala que no considera adecuada la participación de una mujer en la misión, pero el doctor Duval, quien tendrá que encargarse de la operación quirúrgica del hematoma, disiente. Para Duval es irrelevante si es mujer  u hombre, para él lo importante es cuán competente sea su asistente, y ella lo es. En cuanto a la utilización de los contornos corporales de la actriz, quedan remarcados, por el atuendo ajustado de buzo, de la misma manera que los personajes masculinos. El protagonista fundamental es el interior del cuerpo humano. Y es su personaje, Cora, quien muestra de modo más manifiesto el asombro por lo que no habían contemplado nunca desde ese ángulo o escala, mientras que Duval se caracteriza por sus máximas sobre lo humano y lo divino, lo finito y lo infinito, y el doctor Michaels (Donald Pleasence) por su erudito suministro de información cual guía médico robótico, aunque en los primeros pasajes de la reducción a escala microscópica sufra un ataque de ansiedad al evocar los dos días que estuvo atrapado en una ruinas durante la segunda guerra mundial. Grant (Stephen Boyd), por su parte, es el cuerpo extraño, el responsable de seguridad que acepta la misión con reticencia, pero se comporta en todo momento acorde a su condición de resorte o agente funcional, pero siempre de modo templado y cabal. El capitán Owens (William Redfield) es meramente el conductor.

Sí se considera cómo ha evolucionado la tecnología, es patente su condición rudimentaria. Pero, por un lado, posee ese encanto del que en ocasiones carece el prodigio infográfico o digital en su afán de simular lo real o conseguir el efecto realidad de lo increíble. Dispone de una cualidad pictórica, evocadora que, aun conscientes del artificio, nos hace sentir el asombro ante lo insólito. De ahí, fascinantes pasajes como aquel en el que la nave cruza ante el tímpano, su tránsito por las cavidades del corazón, o los primeros compases en el interior de las arterias y venas, con las figuras flotantes que representan los componentes de la sangre, y que inspira a Duval establecer un símil entre el espacio interior y exterior, dos infinitos equiparables. Esta lograda atmósfera de lo insólito y el asombro,  se logra, en buena medida, a la afinada pericia narrativa de Fleischer que sabe crear esa sensación de suspensión, de entrada a otro mundo, y de tensión, ante lo impredecible, en las diversas situaciones de apuro que viven. Por ejemplo, cuando son atacados por los anticuerpos, o cuando, en el interior del oído, desprenden del exterior de la nave las fibras que han quedado adheridas, y en el exterior todos, los cirujanos y enfermeras, deben permanecer quietos y en silencio (hasta que una enfermera, al coger una gasa para quitar el sudor de un médico, provoca que unas tijeras caigan, con el estrépito consiguiente que crea la conmoción en el interior del oído).

Fleischer, por otro lado, aplica dos distintas formas de trabajar el sonido, o, más bien, la música en las dos partes del film. En la primera, en los pasajes fuera del cuerpo del científico, no hay música, y tiene un aire casi documental, tanto el segmento del atentado al científico (un portento de cortante precisión) como el de la preparación y miniaturización de los viajeros. Ya en el interior del cuerpo, la música, obra de Leonard Rosenman, hace acto de presencia (estamos en el territorio de lo maravilloso), pero sin abrumar, sabiendo cuando dar primacía al silencio (no sólo en la citada secuencia del oído, sino cuando cruzan el corazón, ya que tienen sólo un minuto para hacerlo antes de reanimar al científico, y de nuevo sentir el estruendo de los latidos del corazón).  Si la acción está definida por la presión de realizar la misión en un tiempo determinado, Fleischer logra hacer del tiempo narrativo, de la modulación del mismo, de su dilatación o exasperación, la principal virtud de esta obra que no carece de algo que parece casi perdido en este género, la capacidad de asombro.


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