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viernes, 29 de enero de 2021

Fellini Ocho y medio

                         

Apocalipse now. El atasco, la asfixia creativa, vital. Una figura de espaldas en un atasco. No se encuadra su rostro pero si el de los múltiples rostros a su alrededor en otros coches o autobuses, espectadores de sus forcejeos desesperados, como si hubieran usurpado su rostro, su propia mirada.  Guido (Marcello Mastroianni) se mira en el espejo. Por primera vez se percibe de modo nítido su rostro. En el espejo más preciso que en la realidad. Suena La cabalgata de las Walkirias. Se encoge al son de sus primeros acordes, como si fuera una marioneta a la que aflojaran sus hilos: Burla de sí mismo, de su confusión, de su infructuosa búsqueda de sí mismo. No se encuentra o quizá el reflejo que devuelve el espejo tiene algo de patético, de expresión que se desfigura. Guido es director, Guido es Fellini, uno de sus reflejos, una distorsión, una mueca de cansancio. ¿Otra película sobre la desesperanza?, como alguien señala. Acababa de realizar La dolce vita (1960). ¿Qué se puede plantear después de una obra de ese calibre, una obra summa que parece decir tanto con tal magisterio, elocuencia e ingenio? Quizá solo las interrogantes, las dudas sobre el propio yo. No solo qué más puedo decir, sino quién soy ya para decir nada.

 El cine de Fellini como el de Bergman era un cine de rostros, de reflejos. Pero si el cineasta sueco se concentraba en unos contados rostros, escrutando cada poro de sus entrañas, el cineasta de Rimini traza una orografía de múltiples rostros, encontrando la peculiaridad en la diversidad. Cada rostro en su cine era un universo, quizá paralelo. En esos rostros se desperdigaba, quizá fuga, quizá encuentro, quizá celebración de la realidad como una pista de circo. Pero ¿En dónde quedaba el propio rostro entre tantos otros rostros, dónde la singularidad en la multiplicidad? Federico Fellini colocó un papel en la cámara cuando comenzó el rodaje de Fellini Ocho y medio (Otto e mezzo, 1963): Recuerda, esto es una comedia. La comedia es el despliegue de la exuberancia vital, pero también la sonrisa afilada que desentraña nuestros patéticos reflejos. Su título, simplemente, el hecho de que era su octava y media película. ¿Cómo titulo una película que versa sobre mis dudas sobre qué soy o qué puedo decir? ¿Cómo puedo nombrar la realidad si se me escurre, como yo mismo como si fuera una sucesión de capas definidas por la mentira? No soy nada, soy imposturas. Alguien habla de películas en las que no ocurre nada. Esta es una obra sobre quién soy yo para decir nada. Hay otra secuencia en la que vuelve a escucharse la composición de Wagner, en la fuga imaginativa de Guido con su harén, en el que concurren las mujeres de las diversas etapas de su vida. Cual emperador romano, con el látigo en ristre, se complace en sentir, en el espacio en el que sí controla, su imaginación, su mente, que la realidad puede responder a sus mandamientos,  a su voluntad. Porque la realidad se le cae a trozos, del mismo modo que ya su creatividad es un boquete. ¿Cómo puede con su arte intentar ayudar a la mejora del ser humano ayudando a  enterrar lo que está muerto si él no lo logra con su propia vida, repleta de fugas de agua o gas?

Fellini no quería convertirse en el periodista que encarnaba Mastroianni en La dolce vita; no quiere, como él en la secuencia final en la playa, encoger los hombros, con expresión demacrada, como si la luz ya le dañara, entregado al entumecimiento vital, a la corrupción de una mirada estéril. Se pregunta por qué no puede escuchar a aquella chica, por qué no puede cruzar esa herida de agua que les separa, y dejar de sentirse extraviado. Su vida, la de Guido, la del reflejo que se interroga, no despega. Se supone que debe rodar una película que aún no sabe si incluso quiere rodar. Se ha erigido una construcción que recrea el lugar de lanzamiento de una nave, pero no hay historia, no hay proyecto, no habrá rodaje, se siente seco, figura errante entre diferentes figuras de mujer entre cuyos reflejos se siente perdido, abrasado por sus propias mentiras, las que desenfunda, sin descanso (como un actor atrapado en su personaje), a su esposa, Luisa (Anouk Aimee), con respecto a sus juegos con su amante Carla (Sandra Milo, con la que Fellini mantenía realmente una relación entonces) que tienen algo de inercia, ya que realmente no le hubiera importado si Carla no hubiera llegado en aquel tren (por eso,  ¿por qué hace lo que hace?). Pero también abrasado por ese resplandor idealizado que es la actriz Claudia (Claudia Cardinale), que encarna lo que anhela pero no resuelve en su vida, a lo que aspira pero sabe que está atascado en un callejón que no conduce a ninguna parte. Esa irresolución, ese atasco, que tiene que asumir y confrontar y que clama por un borrón y cuenta nueva.

En uno de los diversos borradores del guion de Ocho y medio Fellini pretendía que se finalizara con el tren, en el que viaja Guido con Luisa, introduciéndose en un túnel. Un final que rezumaba nihilismo, asunción de una impotencia. (¿Otra película con final desesperanzado?). El desenlace elegido opta por una danza en ese decorado de la nave que no despegara como no habrá rodaje. Una danza, al son de los payasos del circo, y del niño que fue.  La cabalgata de las walkirias es realmente la cabalgata de los payasos. Siempre quedará ese escenario, esa ilusión de seguir, al menos, haciendo el payaso, o desentrañando el absurdo de una vida de escenificaciones, de símbolos de pies de barro como Casanova, un modelo de virilidad al que revelará en su condición autómata gimnasta, como en Ocho y medio se expone a sí mismo en la pantalla, para reflejar su confusión, como una marioneta que desconoce la raíz de sus hilos, o que se siente ya atrapado en su enmarañamiento, suspenso, inmovilizado, lanzando interrogantes como sondas en el espacio ignoto, sintiendo en los reflejos en los que se mira que no es sino una pretenciosa impostura.  Tiempo pasado y presente, realidad e imaginación, danzan en una pantalla que se revela como una deriva que es búsqueda e interrogante, un juego de espejos, el temblor de la película en el proyector que desentraña los poros de su desenfoque, el apocalipsis del yo.

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