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martes, 28 de abril de 2020

Los fantasmas del sombrerero

Por cómo comienza Los fantasmas del sombrerero (Le fantomes du chapelier, 1982), de Claude Chabrol, adaptación de la novela de Georges Simenon, entre reflejos (miradas de una ventana a otra, como dos realidades divergentes más que vecinas) pareciera que se cruzara al otro lado del espejo. Aunque Alicia no es sino un emigrante armenio, un sastre que vive con su esposa e hijos, Kachoudas (Charles Aznavour), quien tiene la costumbre todas las noches de seguir a Leon (formidable Michel Serrault), el sombrerero que vive enfrente, como si éste fuera el conejo blanco y Kachoudas más bien su sombra (aunque aparentemente la razón es que le da miedo ir solo por las solitarias calles a esas horas), hasta el café en el que, mientras Kachoudas permanece sentado aparte, Leon se une a las fuerzas vivas del pueblo (el médico, el dueño del periódico, el comisario…), para jugar a las cartas y comentar las últimas nuevas, que en ese momento son los intrigantes crímenes, por estrangulamiento, que se han realizado sobre varias mujeres maduras, y las especulaciones del por qué el asesino envía unos anónimos con letras recortadas de periódicos. Pero Leon no es precisamente el conejo blanco ( no corre con prisas mientras mira el reloj, sino que realiza unos intrigantes pasos de baile, mientras es seguido por Kachoudas, como si fuera la danzarina protagonista en un escenario); quizás esté más cerca del sombrerero loco, ya que su mente está un tanto trastocada, y él es más bien quien habita en las sombras. Kachoudas advertirá el primer indicio al descubrir en la pernera de su pantalón una letra recortada, pero después será testigo del nuevo crimen de Leon en una calle en sombras. Leon actúa en su escenario, el de las sombras, para su único espectador, Kachoudas, que sabe no dirá nada, porque su vida es más bien deshilachada, por precaria, ya que es un emigrante, desde hace nueve años, en un escenario ajeno, en el que no se relaciona con nadie; vive en las sombras de los márgenes, inadvertido, sobreviviendo, por eso no le denunciará, porque necesita seguir en su invisibilidad.
Las sombras tampoco son lo que parecen, como la que Kachoudas ve en la ventana de Leon, y cree que es la de la esposa de Leon, pero no es sino la de un maniquí (lo que conecta con el universo Hitchcockiano, a través de Psicosis. La esposa de Leon ya está muerta desde hace dos meses, pero León actúa como si estuviera viva cara a los demás, realizando unas escenificaciones con sus empleados, o con las visitas, llevándola comida, que él come, mientras dialoga con el maniquí, o más bien consigo mismo. La vida de Leon es una sucesión de representaciones, de reflejos, los que quiere proyectar hacia el exterior. De hecho, la primera evocación de su esposa la refleja a través del espejo. Vive atrapado en ese espejo que comenzó a resquebrajarse cuando la mató. De hecho, los crímenes no responden a un trauma, no responden al patrón del ortodoxo asesino en serie, tienen su razón estratégica , ya que son un desesperado esfuerzo por conseguir que los reflejos permanezcan, que nadie advierta que su esposa está muerta. Está matando a las siete amigas que tenían previsto visitarla.
Si al maniquí en diversas ocasiones se le desprende la cabeza, la mente de Leon está dominada por los socavones, deslizándose ya en un entre, entre escenificaciones, evocaciones y realidad, que se confunde. De un plano a otro pasamos del maniquí al rostro de su esposa muerta, incluso en un mismo movimiento de cámara. Leon pierde a su espectador, cuando este enferma, y esa ausencia acrecienta su propia indefensión, porque aquel juego, sentir que le seguía cada vez que salía a la calle, le insuflaba la vida de la que carecía hasta entonces, cual resurrección (una escenificación con un espectador que le hacía sentir protagonista, singular). Pero su ausencia (la desaparición del testigo) le hace enfrentarse a la intemperie que rehuía, a la desolación ya no sólo de la acción que tuvo que realizar, el estrangulamiento de su esposa, que suponía un punto y final en su vida, sino al socavón de la inmovilidad de vida que le llevó a asesinar a su esposa inválida, ese cansancio, que ya le atenazaba, de vivir entre reflejos (un modo de vida que se trama sobre ellos) que ya no podían ocultar la frustración de una vida que se quedó en vano escaparate, entre rituales e inercias, vida de maniquí, sombrero sin cuerpo, y que ya había abierto incluso el socavón más profundo, el de los sueños no realizados, impedidos, aquella sensación de alzar el vuelo en un columpio, con cuya encarnación, la mujer que realmente amó desde niño, yace postrado cuando vuelve del otro lado del espejo con la mirada ya extraviada y el cadáver de su sueño a su lado.

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