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viernes, 24 de abril de 2020

Agente especial

En las primeras secuencias de la magistral Agente especial (The big combo, 1955), de Joseph Lewis, con guión de Philip Yordan, Susan (Jean Wallace) huye por los angostos y sombríos pasillos de un pabellón donde se celebra un combate de boxeo. Parece una rata corriendo por un laberinto, perseguida por Fante (Lee Van Cleef) y Mingo (Earl Holliman), los dos sicarios de Brown (Richard Conte), el hombre que ha convertido su vida, tras cuatro años de relación, en una trampa de la que no logra huir y que absorbe su energía vital (al punto de que intentará suicidarse). Esos pasillos y corredores están dominados por una abrumadora oscuridad, esa en la que ella está cautiva. En la secuencia final será ella quien le acorrale a él con el haz de luz del faro móvil del coche, del que Brown intentará escapar infructuosamente, como, a la vez, del hombre que no logra ubicar por la niebla, aquel que le ha estado persiguiendo implacable, en el cuadrilatero del escenario de la realidad, durante largo tiempo, el teniente Diamond (Cornel Wilde), por las actividades criminales de su organización o corporación. Brown le ha calificado en cierto momento como una maquina, tal es su perseverancia que no conoce el desánimo. Brown elimina a cualquiera que pueda testificar contra él, convirtiendo la narración en un reguero de cadáveres, pero Diamond persiste, como Orfeo cuando penetra en el mundo de los sueños para rescatar a Euridice (Susan, de la que está enamorado Diamond); Diamond es como una espesa niebla sin rostro que se cierne implacable (de la que surge su voz en la secuencia final), como la voz de la conciencia que fustiga a cualquiera para que se implique y testimonie contra Brown. Diamond está siempre en tensión, poseído por una crispación permanente (hasta las retinas de sus ojos parecen apretadas), que convierte su persecución casi en una obsesión, para que la luz rasgue por fin la oscuridad, y su amada encuentre la salida de la pesadilla, del laberinto que es sumidero de corrupción y perfidia.
Esa febrilidad está en constante suspenso en la narración, lo que la dota de una condición casi feérica, fantástica, a través de unas persistentes sombras que dominan buena parte de los encuadres, como si los empaparan de turbiedad, como si la realidad hubiera sido sustraída por la oscuridad; es una realidad suspendida en un estado febril (el nombre de Alicia, que Susan dice en estado seminconsciente, se convierte en el enigma a resolver, en la clave que, como si se cruzara y superara el mundo del sueño que es pesadilla, logrará esclarecer el caso). Las composiciones visuales, definidas por las espesuras oscuras que, como manchas, amenazan con propagarse como infección, crean una de las orfebrerías estilísticas más elaboradas que ha dado el flim noir (fabuloso el trabajo de John Alton en la dirección de fotografía, a la altura de sus colaboraciones con Anthony Mann). Abundan los planos de larga duración, en los que, en ocasiones, los personajes que conversan no se miran; sus miradas se dirigen hacia un espacio indefinido, más allá de cámara, con el otro personaje en segundo término, a su espalda, lo que abunda en una sensación de desencuentro, de tensión irresuelta, como la misma exasperada dilatación de los encuadres. No deja de ser significativo que los primeros planos que quiebran esa tónica sean de quien electrifica la narración con su obstinada persecución, Diamond (como la extraordinaria música jazzística de David Raksin que parece brotar del sistema nervioso de Diamond).
La película es un continuo alarde o festín de inventiva visual: Mingo y Fante tiran abajo una puerta, y disparan al interior: un brazo de mujer cae exánime en la oscuridad y la cámara panoramiza hacia la ventana, en la que brilla el letrero de Burlesque, el local en el que trabaja la chica asesinada, la chica a la que recurría como amante Diamond cuando la pesadumbre le domina, un letrero de neón para alumbrar artificialmente la oscuridad de su frustración sentimental; Dreyer (John Hoyt) cruza un umbral, y cierra al puerta tras él: oímos los disparos que le abaten; Susan sube el ascensor con un policía, Sam (Jay Adler): cuando se abren la puerta del ascensor se escuchan unos disparos, y Sam cae: el autor ha sido Brown, que entra en el encuadre. No sólo estos desbordamientos de ingenio están relacionados con momentos violentos, sino con otros que se podía calificar como tensados por una violencia menos manifiesta: la conversación entre Brown y Susan, tras que esta haya vuelto del hospital, que refleja el dominio que ejerce él sobre ella: Brown desciende acariciando el cuerpo de Susan, y la cámara se queda encuadrando el rostro de ella, arrobado. O aquella en la que Diamond conversa con la primera esposa de Brown, Alicia (Helen Walker), junto a unas lilas en las que ella quita gusanos, y en la que él suelta una de sus frases concienciadoras que son como fustazos: “Los gusanos se alimentan de las plantas que usted cuida, pero su marido se alimenta de las personas a las que engaña y roba”.
Pero, sin duda, destacan tres secuencias en las que es fundamental el uso del sonido (o diseño sonoro). En la primera, la utilización de la música diegética, la intensidad de la música que se interpreta al piano en el concierto, que parece acompasar los correspondientes fustazos concienciadores a los que somete con sus frases Diamond a Susan, ambos en el palco del teatro, que dota a la secuencia de una combinación de extrañamiento y lirismo hirviente que la convierte en una de las secuencias más singulares y extraordinarias que ha dado el film noir. Las otras dos no se quedan a la zaga, y en ambas cobra papel fundamental un aparato de sordera, el que usa McClure (Brian Donleavy), el segundo de Brown. En la primera, Brown lo usa para torturar a Diamond utilizando sonidos a elevado volumen, como gritos o un solo de batería (admirable el detalle de los gestos de sufrimiento ‘empático’ de McClure), y sobre todo una de la secuencias más asombrosas que ha dado el cine, aquella en la que antes de ‘ejecutarle’ Brown le quita el aparato a McClure para que no escuche el sonido de las ametralladoras que dispararán Fante y Mingo; el contraplano, espectral, es de ambos disparando sin que oigamos nada (el sonido se recupera gradualmente con los pasos de quien ha dado la orden, Brown).
El mismo desarrollo narrativo convierte al escenario, el entorno, en un ambiente espectral, en el que se fueran arrasando los contornos, como si ya no hubiera fondo, y los personajes quedaran suspendidos en un paisaje alucinado de desbocada y desquiciada violencia ( a medida que Brown va eliminando a casi todos los que le rodean): pareciera que no hubiera pared en el sótano en el que ha explosionado la bomba que ha matado a Fante y malherido a Mingo, y que no existiera la realidad, más allá de las brumas que rodean el hangar donde tiene lugar el desenlace, antes citado, y ante el que Diamond y Susan, en el plano final, son sombras perfiladas contra la bruma, sombras que ya pudieran volver a cruzar el espejo, hacia la luz.

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