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domingo, 26 de abril de 2020

Nostalgia

Qué exiguas resultan las palabras cuando se intenta abordar la inmensidad expresiva de Nostalgia (1983), de Andrei Tarkovski. Cómo trazar un mínimo eco de la experiencia de lo sublime. Porque Nostalgia, con guión del cineasta ruso y Tonino Guerra, y deslumbrante dirección de fotografía de Giuseppe Lanci, es pura experiencia transfiguradora. Experiencia de lo sagrado o de lo sublime, y desde la nostalgia, desde la falta emocional, la mirada que ha perdido el paso. Dota de cuerpo fílmico, y hace duración en el tiempo, de lo que representaban la constelación Solaris o la Zona en Stalker (1979), el espacio de lo posible, donde el ser humano se eleve por encima de las límitaciones vanas en las que restringe sus vidas, sin aspiraciones ni inquietudes sublimes o sagradas (transcendentales). Por ello, el concepto de nostalgia transciende la noción de añoranza concreta de lo que se tuvo y ya no se tiene, en el caso del protagonista, el escritor Andrei (Oleg Yankovsky), exiliado de viaje en Italia con una traductora, Eugenia (Domiziana Giordano), la añoranza de su familia en Rusia. Sino que alcanza una dimensión abstracta, y más amplia, la sensación de incompletitud, de sentirse extraño, exiliado de la realidad creada por el ser humano, cual fantasma errante que clama doliente por la pérdida de raíz, extraviado en una realidad, sociedad, sin sentido ni guía, inmovilizado en la apatía y la resignación por un mundo mediocre, falto, sin fe, que es lo mismo que decir sin impulso de acción, como esas figuras que parecen tan pétreas como las construcciones (antiguas, el origen olvidado) que les rodean, testigos mudos, indiferentes, de las palabras de Dominico (Erland Josephson), en la plaza de Roma, sobre la necesidad de recuperar ese impulso de acción, ese elevado anhelo de transformación, de búsqueda de armonía constructiva con la vida. Porque uno más uno no tiene por qué implicar dos, separación, división, sino unidad, reconocimiento, empatía.
Tarkovski hace cuerpo narrativo, modulación musical y sensitiva, de esa nostalgia, de ese estado anímico, cual trance en el que nos sumergimos como si fueran las aguas de la emoción; agua que es presencia recurrente simbólica en su cine, incluso sonora, como es manifiesto en el primer tramo (como ausencia que invocar en presencia). Nostalgia comienza con un árbol, como lo hará la posterior Sacrificio. La falta de raíz, la sensación de deriva y desorientación. Andrei es una figura extraviada en la niebla, como evidencia la misma primera secuencia: el coche en el que viaja con Eugenia irrumpe, en un plano general (como en la distancia sobre la realidad se siente; figura mínima, en la intemperie), y atrapado en un estéril círculo vital (el coche sale del encuadre para volver a entrar en ese tramo semicircular de la carretera). Visitan una iglesia en la Toscana, que hace sentir esa sensación de alejamiento de lo sagrado, en la cuál lo excepcional hace aparición : la mujer que abre las ropas de una figura religiosa de la que 'brota' una bandada de gorriones. Pero Andrei no ha querido entrar. Aunque hubiera declarado que quería ver la Madonna del parto. Muchas secuencias después, revelará que se parece a su esposa. No quiso ver la imagen que le recuerda una ausencia, una separación, no quiso sentir el dolor de la añoranza. Prefirió guarecerse en su niebla interior. La bruma seguirá presente en el espacio capital de las termas, donde hace acto de aparición Domenico, junto su perro, el hombre que mantuvo encerrados en casa a su familia temiendo el fin del mundo, para mantenerlos a salvo. Un hombre que se preocupó más de sí mismo que del mundo alrededor, guiándose por el uno más uno es igual a dos. Es el reflejo de ese extravío de Andrei. ¿Si te preocupas ante todo de tu propio extravío intímo, de tu yo, cómo habitas la realidad, cómo te relacionas y conectas?¿O cuál es la realidad que habitas que se parece más bien a un círculo con tu rostro?
En la narración se combina el color del presente con las imágenes en blanco y negro de su familia en Rusia, recuerdos o sueños, la materia fundida de unos y otros, casi como contracciones nerviosas, encarnación transfigurada de una añoranza, figuras en un espacio natural en el que se materializan, como un impulso, como ese travelling sobre figuras corriendo en el campo, tras el perro, o inmovilizadas (la inmovilidad alcanza al pasado, un pasado que no puede hacerse presente), tras las cuáles, en la bruma, entrevisto tras la casa al fondo del encuadre, se aprecia cómo se alza el sol. Es inmovilidad pero también residencia, la serena residencia de lo que es frente a una realidad que Andrei siente que no es (cuyo emblema es el espacio de la terma). El diseño sonoro evidencia esa escisión o desencuentro. No se corresponden, dialogan imagen y sonido de acuerdo a lo que falta, a lo que interfiere. Es un espacio de ensueño que se entremezcla en el presente: ¿Cómo describir, o hacer partícipe, de esa secuencia en la que la cámara encuadra en la oscuridad a Andrei yacente en la cama del hotel, flanqueado por la luz que entra por la ventana de la izquierda y por la puerta del baño a la derecha, y tras dilatar el plano, entrevemos en la penumbra cómo aparece una figura por la puerta del baño, el perro, que se sienta junto a la cama, al otro lado, bajo la ventana?. Un perro que acompaña a Domenico, un perro de las imágenes de esos recuerdos y sueños. Sueño, recuerdo y presente en un temblor interior. En la siguiente secuencia, en la que domina el sonido del agua la banda sonora, una de esas secuencias que hacen carne de lo sublime, los rostros de Eugenia y de su esposa, se abrazan; la cabellera de Eugenia cae sobre el rostro de Andrei en la cama; la cámara prosigue su movimiento para encuadrar su mano que aprieta, en un gesto de desesperación, las sábana.
Esa incertidumbre por la difusa frontera entre lo real y mental, porque son uno y lo mismo, fundidas, se extiende a la relación especular con Domenico: Domenico parece encarnar esa protesta que yace amortiguada, entumecida, en Andrei; en una de esas secuencias oníricas, Andrei pasea por las deshabitadas calles, en las que palpita un desorden como reflejan los objetos diseminados por el suelo, y se encuentra ante un espejo, de un armario: en el reflejo en el espejo aparece el doliente rostro de Domenico, pero el del pasado, cuando salió de su largo encierro con su familia. Tras el sacrificio público, ardiendo, de Domenico en la plaza (que adelanta el que el mismo actor encarnará en Sacrificio, 1986), acaece una de las secuencias probablemente más asombrosas que ha dado el cine: Durante ocho minutos y medio somos testigos, o más bien ya participes, del gesto, inducido por Domenico, de Andrei, el gesto de apertura, cruzar al otro lado, consciencia de lo otro, portar la luz como seña de desplazamiento hacia lo otro, en el espacio del no ser, el espacio que representa nuestra realidad, como si así la pudiera alumbrar: cruza la terma, sin agua, de un extremo a otro, con una vela encendida en la mano, sin que ésta se apague (para lo que necesitará tres intentos). Un acto sacrificial que entrega la propia vida a los otros, para que la vida sea de nuevo alumbrada en una realidad sin raíz ni dirección ni movimiento. El tiempo esculpido, conquistado, o hecho carne. El gesto que es logro, apuesta por lo posible, como la forja de la campana en Andrei Rubliov (1966) o el gesto de regar un árbol cada día como el niño de Sacrificio, el aún creer que se pueden superar las limitaciones y hacer posible la Zona o Solaris. El hogar en el tiempo, la calidez y la entrega, reflejados en una sublime imagen final, la imagen de residencia: Andrei, ya en otro tiempo, un tiempo que es el del mito, el mito fundacional, sentado junto a su perro, con el hogar, ese que evocaba y soñaba, tras ambos, rodeados de una arquitectura de un tiempo pasado, que ahora, la imagen conjunta, se convierte en encarnación de lo posible.

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