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domingo, 10 de noviembre de 2019

El vuelo del Fénix

El vuelo del Fénix (Flight of the Phoenix, 1965), de Robert Aldrich, más que una obra sobre la supervivencia, es sobre el control y el dominio de una circunstancia, a través de la hipérbole de que esta sea extrema, o más bien se puede decir del escenario (en cuanto espacio de representación), porque en juego no está sólo quién dispone de la necesaria capacidad de resolución para que éstos hombres superen su circunstancia, tras que su avión se haya estrellado en el desierto del Sahara, sino quien tiene el mando, quién dispone de la autoridad, en cuanto competencia y conocimiento, lo que determina el conflicto (dramático) de egos enfrentados. Es significativo que en el primer tramo, en el que comienza a perfilarse esa pugna por ese dominio del escenario, cobre relevancia alquien que padece un manifiesto transtorno, Cobb (Ernest Borgnine), fruto de estres laboral, que determinó que perdiera su empleo de responsabilidad en la factoria (pero que en su orgullo lo ve como un desdoro, como si le hubieran calificado de incapaz). Es como un niño grande, que fácilmente pierde el control, y se deja arrebatar por la intemperancia, cual berrinche, cuando ve contrariado su deseo. Porta la radio, como el niño que dispone de su juguete propio, que es a la vez fetiche (cuando advierten que la tiene, y se la cogen para ver si pueden sintonizar alguna emisora, él mormojea que es suya). Su extravío sintoniza más bien con la sensación de impotencia que sufren los personaje. No dispone de consciencia de su circunstancia, por tanto, de la realidad, por lo que, como quien funciona a besa de impulsos y deseo, no duda en internarse en el desierto, donde perecerá perdido, no sin antes dejar escrito su nombre en la arena, signo de su incapacidad. La arena borrará su nombre, como su discernimiento carecía de la mínima percepción de los contornos de la realidad. Su realidad era otra, un percepción ilusoria, por lo que se pierde en la naturaleza escurridiza, incierta, de su circunstancia.
En el primer tramo hay dos figuras que se arrogan esa condición de autoridad, o dominio del escenario. Una es la figura militar, el capitán Harris (Peter Finch), el cual actúa de acuerdo al rol que se le presupone, aunque pronto sus decisiones se revelarán escasamente efectivas, o eficientes, sea su decisión de realizar una incursión en el desierto, por mucho que le indiquen que es una acción casi suicida ( pero él debe realizarla, porque es parte consustancial a la función de su rol, el que perfila y establece direcciones, cual brújula humana), que concluirá con el hecho de que retorne, exhausto, a su punto de inicio, al avión, tras haberse extraviado, o sea su intento de diálogo con los bandidos beduinos, con trágicas consecuencias. Fracasa en ambas opciones. Ni es capaz de encontrar dirección, pese a su determinación, ni consigue nada efectivo con el diálogo razonable, pese a su buena voluntad. Su autoridad no se define por el conocimiento de su circunstancia o del entorno (y de los que lo habitan). Además, su autoridad es continuamente cuestionada, por pasiva o por activa, por su subordinado, el mezquino sargento Watson (Roland Fraser), quien llegará a simular un accidente, un esguince, para no acompañarle en su incursión en el desierto.
La otra figura que se arroga condición de autoridad (en cuanto conocimiento preciso de su circunstancia, esto es, de sus posibilidades y limitaciones, de lo que es factible o no) es el piloto del avión, Towns (James Stewart), quien realmente se siente responsable del accidente, por su imprudencia temeraria, por creerse capaz de superar una tormenta de arena, remordimiento que acrecienta su tendencia a autoafirmarse, terco y soberbio, como conocedor de lo que puede ser o no, sobre todo en ese permanente enfrentamiento con Dorfman (Hardy Kruger) en el segundo tramo de la obra, porque además ve en él al representante de unos nuevos tiempos (dominados por el cálculo y las computadoras) que parecen relegarle ( él que se siente representante de los tiempos preteritos, de hombres audaces capaces de resolver cualquier adversidad). Hay otra figura de cierta autoridad, en cuanto sabiduria, en segundo plano, aunque sin afán de dominio, el doctor Renaud (Christian Marquand), figura cabal. Como también lo es, como contrapunto a Towns, su copiloto, Moran (Richard Attenborough), con el que Towns no deja de tener sus roces por su obcecado orgullo. No controla su intemperancia, y hurga en la herida de las debilidades de Moran, su gusto por el alcohol (no deja de ser un arrebato de furia con el que transferirle su sentimiento de culpa por el accidente, como si la negligencia hubiera sido de Moran). Pero, a medida que avanza la narración, irá cobrando mayor relevancia, a la par que dominio (por capacidad resolutiva) y control (el mando), Dorfman (Hardy Kruger), un personaje contemplado al principio, por el resto, como raro, por su procedencia, ya que es alemán ( realizan alusiones a la pasada guerra), por lo que consideran extravagancias ( no trabajaba en la refineria pero había realizado el viaje a tan lejano, o perdido, lugar en el desierto para visitar a su hermano; se preocupa de su aspecto, incluso es reprendido por mantener la rutina de afeitarse; se coloca en la cabeza, al modo arabe, un pañuelo para protegerse del sol) y por ser considerado, despectivamente, uno de esos hombrecillos de hojas de cálculo.
La obra, adaptación, por Lukas Heller, de una novela de Elleston Trevor, resulta aún más cautivadora y estimulante a partir de que Dorfman domina el escenario, y la narración, con esa permanente lid con Town, irreductible en cuestionar lo que considera una idea irrealizable, la convicción de Dorfman de que pueden, con los restos del avión, construir un pequeño aeroplano, y salir volando de la prisión del desierto en la que están cautivos (un cautiverio con fecha de caducidad, ya que en doce días no dispondrán de suministro de agua). Aldrich no cae en fáciles maniqueismos (los que facilitan los cómodos posicionamientos), ya que tampoco convierte a Dorfman en un personaje simpático. Si es admirable su dominio intelectual, su capacidad de ingenio y resolución, no lo es, en su determinación e inteligencia, cómo es de insensible en ciertos momentos a las desgracias de los otros, estableciendo unos difusos límites entre la eficiencia y la actitud maquinal (también, visto desde otro ángulo, cómo hay que hacer de tripas corazón, o tener la mente despejada, sin interferencias afectivas, para ser resolutivo). No obsta para que sufra, o se sienta agraviado, cuando desconfíe Town, de modo exasperante, de su cualificación (en particular, cuando descubre que era ingeniero de aeromodelos).
Aún así, su ego no interfiere tanto como en el caso de Town, el principal obstáculo con el que tiene que lidiar Dorfman, por el menoscabo de su competencia y conocimiento a real escala (no imaginario o ilusorio, como cuestiona Town al descubrir que sólo había diseñado aeromodelos). Pero como replica Dorman, aun en escala diferente, las medidas son las mismas. A diferencia de Town que superpone sus emociones, la necesidad de contrarrestar su falibilidad, que se ha tornado inflamación de un sentimiento de culpa, Dorfman, en todo momento, mantiene la mirada en los términos precisos de su circunstancia, de las posibilidades efectivas que pueden ser utilizadas en las limitaciones de su situación. Esos matices y contrastes lo convierten en un personaje fascinante. Aldrich modula y gradúa con afinada inteligencia la intensidad de los conflictos de los personajes en paralelo a la resolución de su circunstancia, materializada en un final catártico que hace cuerpo de la idea del ave fénix (fénix es el nombre que han puesto al aeroplano que puede liberarles), ya que, con la aguda y perspicaz ingenieria de la mirada templada, se es capaz de superar la más extrema caída en la adversidad.

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