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martes, 1 de agosto de 2017

El reinado del terror

El título original de 'El reinado del terror' (1949), de Anthony Mann, es 'The black book'/El libro negro. El libro negro de Robespierre es aquel que contiene el listado de aquellos que él considera que deben ser eliminados por ser enemigos de la República, aunque más bien por ser obstáculos para que establezca su dictadura. Lo que invita a que la película pueda ser contemplada como una corrosiva y punzante alegoría sobre la solapada atmósfera de 'terror' y la convulsa situación que se vivía en la industria hollywoodiense en aquellos años, con la inclemente persecución de 'La caza de brujas' realizada, o más bien ejecutada, por el Comité de actividades antinorteamericanas (HUAC), que tuvo como resultado que los eran considerados como simpatizantes del ideario comunista fueron estigmatizados en una lista negra. Aquellos incluidos se veían imposibilitados de ser contratados, lo que derivó en exilios, trabajos bajo seudónimos o simplemente ostracismo. Un año después, se acuñaría el término 'McCarthysmo', por la intensa cruzada en busca del comunista camuflado que promovería el senador Joseph McCarthy (aunque no hubiera participado en el citado comité, aunque sí inspirado) : la correspondencia entre Robespierre y McCarthy es manifiesta: el propósito de McCarthy era establecer una dictadura del pensamiento, un cerco que restringiera la libre expresión, o cuando menos que interfiriera como un espectro vigilante en la expresión de valores o ideas que se consideraran divergentes. Siete años después, otra producción de Walter Wanger, 'La invasión de los ladrones de cuerpos' (1956), de Don Siegel, transitaría colindantes senderos alegóricos en los territorios del género, en este caso la ciencia ficción. Incluso, ese mismo año, la también extraordinaria 'Almas desnudas' (1949), de Max Ophuls,reflejaba una intemperie vital que difuminaba los límites que se convierten en cercos cuando establecen, o dictan, rígidos compartimentos morales.
'El reinado del terror' puede contemplarse como una siniestra obra de aventuras en cuyos encuadres rebosan las sombras, o como un film noir, cuya acción transcurre en 1794: D'Aubigny (Robert Cummings), un 'agente infiltrado', no del FBI, como en 'La brigada suicida', (1947), sino integrante del grupo de resistentes que se opone a que la República recién nacida tras la Revolución se convierta en una dictadura regida por Robespierre (Richard Basehart), usurpa la identidad del llamado 'Terror de Estrasburgo' (tras asesinarle) para infiltrarse y acceder a Robespierre. Ironía: el primer encargo que le plantea Robespierre será la búsqueda de su Libro negro. Si alguien hace uso de él puede ser su debacle. D'Aubigny sospechará, en primer lugar, de quien es su principal contrincante, Barras (Richard Hart), pero pronto descubre que no es así. Durante su investigación, para la que le ha concedido sólo 24 horas, será objeto de sospechas por integrantes de ambos bandos, como quien se ve zarandeado en una espesura de sombras que parecen pugnar por engullirle. Hasta que la luz dota de perfil al retorcimiento: D'Aubigny deduce, por el hecho de que no haya signos de que hayan registrado la casa de los sospechosos ejecutados, que Robespierre había denunciado que le habían robado el libro negro como estrategia sibilina para eliminar impunemente a quienes perturban su ascenso al poder (aunque clame que sea siempre en nombre del Pueblo).
La obra es un dechado de inventiva visual, parangonable a las otras obras de film noir que Mann realizó en esos años, como 'Raw deal' (1948), 'La brigada sucida' (1947), 'Orden: Caza sin cuartel' (1948) 'Incidente en la frontera' (1949), o 'Side street' (1950). Un prodigio de elaborados encuadres y de fascinante orfebrería de los claroscuros, en el que fue capital la colaboración del director de fotografía, John Alton, a lo que añadir aquí, para acentuar la opresiva y tortuosa atmósfera, los decorados creados por William Cameron Menzies (también a cargo de la producción). Abundan las secuencias en las que las sombras dominan plenamente el encuadre. Como ejemplo, la secuencia en la que D'Auvigny asesina en la habitación del hostal al 'Terror de Estrasburgo', con un modélico uso del encuadre y del fuera de campo, y de un espejo, con la mano del primero apareciendo tras el segundo, y usando el reflejo en el espejo para encuadrar el acto de apuñalamiento. El espejo también será otro admirable recurso en la posterior y tensa secuencia, cuando llega a la habitación Madelon (Arlene Dahl), con intención, también, de matar al 'Terror de Estrasburgo'. Mann mantiene el encuadre sobre ambos, en casi plena oscuridad, con D'Aubigny tras Madelon, hasta que ella descubre cuál es su identidad. El uso del reflejo tiene otro sentido complementario, en posterior encuadre, ya que ambos mantuvieron una relación cuatro años atrás, hasta que ella le abandonó. Aquí hay que reseñar que uno de los dos guionistas es Philip Yordan. En ésta u otras secuencias que comparten en este primer tramo, cuando su relación aún se define por la tirantez, en sus diálogos (cargados de un pasado que se palpa) se puede ver un adelanto de los de Joan Crawford y Sterling Hayden en 'Johnny Guitar' (1954), de Nicholas Ray.
En esta obra la tensión no decrece, y en buena medida esa atmósfera opresiva se debe a la planificación y la composición de los encuadres. En muchas secuencias no se recurre a los planos de situación o generales. Escuetamente, se concentran en planos cerrados, sostenidos por la tensión entre las figuras en los diferentes términos del encuadre. Hay secuencias que se planifican como si cercaran a los personajes, y los oprimieran los contornos de los encuadres. Hay varios planos generales de siluetas oscuras en el paisaje, como si el exterior estuviera también contaminado por sombras (de los que quizá Charles Laughton tomó cumplida nota para su excelsa 'La noche del cazador', 1955). En el primer juicio a Danton (o cómo Robespierre elimina a otro elemento molesto sugestionando a los representantes del pueblo), se crispan los volúmenes para acentuar la opresión, con Danton en primer término, Robespierre en segundo, y los asistentes en las gradas al fondo, pero compuesto de tal manera el encuadre que parece que se ciernen sobre Danton (aplastándole). De este modo también se sugiere la condición maleable de los ciudadanos, cuyos designios son fácilmente manipulables, sea por Robespierre en un principio, o a la inversa, en los pasajes finales, cuando Robespierre cae en desgracia, por la revelación del libro negro, y todos se vuelven contra él, eso sí, con la misma voracidad cruel.
En estos aspectos, el retrato de la ciega masa sin voluntad pero definida por una pronta disposición a la violencia (de juicio), no difiere del de una notable previa obra, 'Historia de dos ciudades' (1935), de Jack Conway, con la que comparte juicios sumarisimos contra enemigos de la Revolución. Aunque en este caso, no se incide en la cuestión de clase, sino en la divergencia entre quien pretende instaurar una dictadura y quienes se resisten a que el pueblo lo permite por su fácil manejo y falta de discernimiento (de nuevo, como reflejo de la sociedad estadounidense en aquellos años). Si la ciudadanía se define por la maleabilidad, hay figuras intermedias definidas por la condición escurridiza que sabe adaptarse a las circunstancias favorables, como un singular personaje con aspecto de ave rapaz , Fouché (Arnold Moss), jefe de la policía secreta de Robespierre, cínico y falso, como él mismo se declara, que varía sus lealtades a conveniencia. Es capaz de intentar asesinar a D'Aubigny cuando buscan el libro negro en las estanterías del cuarto secreto en los sótanos de la panadería donde Robespierre realiza sus torturas (una vez más, un agudo uso de las sombras: D'Aubigny advierte que Fouché quiere matarle porque aprecia la sombra del cuchillo sobre las páginas del libro), como de colaborar en la caída de éste.
Destacan detalles de notoria crudeza como el interrogatorio a tres niños en la cama mientras el sargento de husares (Charles McGraw) suspende su sable sobre sus cuellos. En esta secuencia, que transcurre en una granja en el campo, Mann crea un momento de proverbial suspense cuando, ante la llegada del lugarteniente de Robespierre, Saint Just (Jess Barker), y el sargento de husares, D'Aubigny y Madelon deben esconderse en el pajar, pero se olvidan el libro negro sobre la cama. Resulta exasperante y angustiosa la tensión creada a través de la consciencia que tiene de éste hecho la abuela de los niños, interpretada por Beulah Bondi, y el deseo de Saint Just de tomarse un descanso tumbándose en la cama. O la secuencia en la que torturan a Madelon, con un sabio uso del fuera de campo (no vemos cómo la queman con hierro al rojo vivo) y la gestualidad del sargento de husares cogiendo el hierro (qué gran actor McGraw). Y sorprendente, como detalle descarnado (en aquellos años en los que la sangre no era elemento muy presente), el momento en el que disparan sobre la boca de Robespierre, y la sangre salpica su rostro. El corolario cáustico de cómo las revoluciones se degradan, por la incapacidad del ser humano de superar el estadio de la visceralidad, es el encuentro final entre el cínico Fouché y un militar que declara que no es francés ni político sino sólo soldado, de nombre Napoleón Bonaparte.

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