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miércoles, 19 de julio de 2017

Al despertar el día

Al despertar del día, quizá la muerte. Paradoja. ¿Qué es lo que puede amanecer cuando las ilusiones han sido acribilladas? 'Al despertar el día (Le jour se leve, 1939), de Marcel Carné es una intensa y bella obra, con exquisitos diálogos de Jaques Prevert, que relata las circunstancias que determinaron que un hombre a asesinara a otro. En el principio, y en el final de todo, las preguntas. Un big bang y las interrogantes consiguientes: parece la definición de nuestra propia existencia. En la primera secuencia, se oyen los disparos tras una puerta, y después una observación que exuda cansancio, desesperación, rabia: Mira lo que te has hecho. Y una respuesta que es pregunta: ¿Y a ti? Un cuerpo sale tambaleándose y cae rodando por las escaleras, dos tramos, como si se resistiera a morir, como si se castigara por su torpeza. Hay torpezas, las del orgullo, las de la vanidad, que supuran cuando además te conducen a la muerte. Un hombre se ha matado, o ha propiciado que otro hombre dispare sobre él, por estúpidas razones. Otro hombre se ha matado por matar a otro, por dejarse llevar por el impulso del momento, la rabia, el cansancio, la desesperación.
El relato nos desvelará por qué no pudo contener ese impulso, qué determinó que el impulso gobernara sobre su mente. Se alternará con la dilatación del tiempo presente de un remordimiento que irá consumiéndole mientras la policía asedia el singular edificio (un destello de inspiración creativa de Alexandre Trauner). Es una edificación que sobresale en el entorno, una construcción mucho más elevada que el resto, como un torreón, pero escuálido, como si careciera de la suficiente consistencia. Quizá como la vida de Francois (Jean Gabin), de quién dicen que tiene un ojo alegre y otro triste, y que sus rasgos se asemejan a los de un osito de peluche al que falta una oreja. Un hombre que soñó, que no supo resistir las contaminaciones e interferencias que pueden cegar, y al final se dejo abatir por sus esquirlas, como una infección que no supo detener.
La obra alterna dos tiempos, el presente, en el que tras presentarnos el exterior de una casa, en una barriada de Paris, la cámara realiza una panorámica en su interior, desde un ciego que asciende las escaleras hasta una puerta, en lo alto, tras la que se oyen unas voces y un disparo. Un ciego asciende, otro ciego en sus entrañas, ciego por sus impulsos, descenderá, o se precipitará en el vacío, por dejarse arrebatar por un impulso. Un hombre sale tambaleándose, mortalmente herido, y cae por las escaleras, y otro se tambaleará, figuradamente, durante un día de asedio, mientras se reconcome en su torreón con las esquirlas de su vida destrozada, como el espejo que rompe, porque ya lo que refleja es un cadáver, la imposibilidad de un retroceso, de un reajuste de lo que ya quebró irremisiblemente. Desde otro tejado habían disparado, impactando sobre el espejo, y un osito de peluche bajo el mismo. El impacto de esas balas se alterna con planos del sombrío rostro de Francois contemplándolo. Ya sólo resta tapiarse, intentar ocultarse del mundo, de sí mismo: Cuando disparan desde la escalera, coloca un armario para taponar la puerta. Pero los recuerdos sí traspasan las puertas o armarios de su mente, como la puerta del armario que se entreabre y muestra las fotografías de la mujer que ama, Francoise (Jacqueline Laurent). Su amor por ella, o precisamente el impulso ciego que es parte del mismo, fue determinante de que matara a quien pretendía contaminar ese amor.
Francois era un pintor a pistola en una herrumbrosa fábrica. En el pasado se le presenta como una máscara, sin rostro, sin mirada. Premonición de los impulsos que le superarán. Así conoce a Francoise, la cuál está perdida buscando a la esposa del subdirector, a la que trae unas flores. Flores que se marchitan por efecto de las emanaciones de la pintura. Orfandad. Encuentros. Extravíos. El uno se encuentra en la otra. Ambos comparten nombre en masculino y femenino, ambos crecieron en un orfanato. Pero Francois se extraviará cuando crea que Francoise mantiene una relación con un cínico domador de perros, Valentín (Louis Berry). El impulso ciego, el recelo, la inseguridad, marchita fácilmente la ilusión.
Las secuencias entre Francois y Francoise son de un lirismo conmovedor, sea la primera noche en el hogar de ella, cuando él se marcha portando el osito, para no irse con nada entre las manos, ya que ella aún prefiere que no hagan nada, y además le dice que tiene una cita. O el bellísimo momento, de vibrante luminosidad, en el invernadero, ambos rodeados de flores, en el que Francois comparte su vida pasada de precariedades en la que nada brillaba. Aunque este fulgor, este amor, tiene algo de idealización, de pintura. Porque ya se han empezado a entrever las fisuras, esas que al final le hacen exclamar a Francois que hay otras formas de matar lentamente en la vida, como arena que se te mete en el cuerpo.
Y esa figura la encarna el cínico Valentín, el hombre al que Francois asesinará, el hombre que hace que la realidad sea lo que él dice, porque miente e inventa, y sugestiona, como respira, y así cautiva con sus falsas ilusiones, ya sea a Francoise, o a Clara (Arletty), la mujer que Francois conoce la noche en que ha dejado de ser ayudante de Valentin. Esa es la noche en la que Francois no quiso preguntar de frente, ni expresó que algo le afectaba, sino que expresó lo contrario de lo que sentía: la fisura que abrió y precipitó el abismo. Esa noche, cuando Francoise le dijo que tenía una cita, él se lo tomó a la tremenda, pero aparentó indiferencia, apostillando que ambos eran libres de hacer lo que querían. Pero no era así como sentía, por eso se apostó en la oscuridad y decidió seguirla. Y en un espacio que es espacio de representación, un escenario, advierte que hay un vínculo entre Francoise y Valentin: y los engranajes de su mente se disparan en la dirección de los sentimientos que se retuercen, e implica en el desvío a Clara en una relación que no es sino evidencia de un despecho. Progresivamente, se irá desvelando el vínculo entre Francoise y Valentin, hasta que Francois asuma que la realidad es como ese camafeo que Valentin regala como si fuera especial cuando no es sino uno de los tantos que tiene y regala. Y es que, como refleja el hermoso plano final, hay humos que difuminan y ensombrecen la brillante luz del amanecer de lo posible.

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