Desde finales del siglo XXI, Queer
era un término peyorativo, con el que se referían a los
homosexuales. A finales de los ochenta los activistas gays quisieron
recuperar ese término pero con connotación positiva. Queer
es la novela, inacabada, que William Borroughs escribió en 1985,
aunque la acción dramática relatada acontece en la década de los
cincuenta. Luca Guadagnino exploraba en Call me by your name
(2017) cómo ocultamos, cuando no reprimimos lo que sentimos, esto
es, cuán fundamental es que la persona que amas discierna que
sientes lo mismo que él/ella. En Queer (2024) explora esa
incertidumbre de no saber con claridad qué siente aquel que amas, a
quien se siente, más bien, como una gélida criatura escurridiza.
Cuando, precisamente, la aspiración no es otra que experimentar la
fusión completa con quien amas. Esa es la ilusión romántica, el
sueño de conjunta plenitud. En cierta secuencia, el escritor Lee
Wallace (Daniel Craig) relata a esa gélida figura escurridiza que
ama, Eugene Allerton (Drew Starkey), cómo ha leído en una revista
que con la ayahuasca puedes experimentar la telepatía que no es sino
la metáfora de poder saber con claridad que piensa quien amas y
lograr sentir cómo siente quien amas, como si uno y otro fuerais
uno. En las secuencias iniciales de Queer, Lee es una figura
errante, emocional, por las calles de México City (en un par de
momentos parece quedarse transido, aunque esté hablando con alguien,
como si su vida se definiera por esas brechas que evidencian su
desajuste). Intenta entablar, infructuosamente, relación con un
chico, y disfruta de un encuentro sexual con otro, aunque con esa
sensación, falta de real conexión, que le hace dudar si debería
pagarle o si es un encuentro sexual fugaz tanto para uno como para
otro. Hasta que, mientras observa una pelea de gallos en la calle, se
percata de la presencia de Eugene más allá de la multitud
congregada. Un instante que Guadagnino planifica de tal modo (un
contrapicado que asciende hacia el rostro de Lee) que evidencia la
impresión que causa a Lee. Es alguien que destaca en la multitud.
Durante un tiempo, en este primero de
los tres capítulos y un epílogo de los que consta la narración de
Queer, Lee buscará el modo de establecer contacto, y lo
logrará, pero aunque tengan una primera relación sexual, su
incertidumbre subsistirá. Si en principio se pregunta, incluso, si
será homosexual, dado que con frecuencia juega con una amiga al
ajedrez, con la que no sabe con claridad qué vinculo les une,
posteriormente las dudas se mantendrán con respecto a qué siente,
si siente lo mismo que él, si juega en ambas direcciones, sobre todo
porque a partir de cierto momento parece tomar distancia. En estos
pasajes parece subsistir esa noción de competición en el territorio
sexual y afectivo. Aspecto, la competitividad, que exploraba en la
previa Rivales (2024). En este caso, Lee no sabe cuál es el
fundamento de la forma de conducirse de Eugene, si es parte de un
juego o pulso, o simplemente se muestra indiferente. Lee no desiste,
lo que implica que haga el ridículo cuando se emborracha sobremanera
antes de intentar un nuevo acercamiento, hasta que le proponga una
especie de trato, o un viaje compartido en ciertos términos que no
hagan sentir a Eugene que su independencia se vea afectada. Un trato
que implica que le deja espacio para tener las relaciones que desee,
sea hombre o mujer, mientras, al menos, disponga de dos noches de
disfrute y atención con él. En suma, las relaciones como tablero de
juego.
El segundo capítulo de Queer se
centra en ese viaje, durante el que será patente cómo es
condicional para Lee su adicción (¿es equiparable en el territorio
afectivo, como opuesto a la frialdad aparente de quien parece
interponer distancia en todo momento como es el caso de Eugene?). La
relación seguirá evidenciando su condición de pulso, cuándo
Eugene se deja llevar y cuándo no prefiere atender las demandas de
Lee, por cuanto se subordinaría a su voluntad o necesidad. Parece
que para Eugene dejarse llevar implicaría perder el control. Sigue
siendo su relación un sí es no o un quizá en el que uno y otro
quieren que la relación se ajuste a sus respectivos términos o
respectivas necesidades. El tercer capítulo narra el encuentro, en
la selva, con la doctora Cotter (excelente Lesley Manville), quien
dispone de conocimientos sobre la ayahuasca. Será quien les facilite
la posibilidad de experimentar la sustancia, experiencia que
propiciará esa anhelada fusión en la que, literalmente, sentir que
las caricias entran en la piel del otro, como se logra sentir las
emociones y el deseo del otro como si fuera el propio. Sienten que
superan los límites físicos de la piel como de las emociones, cual
acto de realización suma de la empatía y de la fusión de los
cuerpos y emociones. Pero ¿Llegar a sentir eso derivará en su
continuidad, en que sea la dinámica progresiva de una relación que
cada vez profundice más en esas sensaciones o se preferirá
interponer distancia porque es vivencia de la intimidad tan plena
asusta, se siente como una vivencia que no se controla? Es la gran
interrogante que exponen esas magníficas secuencias, también
constatación de una narración que progresivamente se densifica,
como si la condición errante de las secuencias iniciales, de quien es
un exiliado porque en su país le hubieran detenido por drogadicto,
se sumergiera en el núcleo, o raíz, de la experiencia emocional y
física más sustancial, la conexión y fusión con otro. El epílogo
expone cuáles fueron las decisiones de uno y otro. O cómo la
negación de la experiencia sustancial de lo real, como ambos
experimentaron aquella noche, puede determinar una vivencia en un
territorio ilusorio en el que el mismo tiempo es ya irrelevante, El
resto de los años pueden ser nada en contraste con la experiencia,
inmersión en el núcleo de la vida, en la que se siente que se
trasgreden todos los límites para conectar con alguien.