Translate

viernes, 11 de noviembre de 2022

Encubridora

 

Encubridora (Rancho Notorious, 1952), Fritz Lang, con guión de Daniel Taradash, según argumento de Silvia Richards, podría verse como un western gótico en el que sus sombras son intensas llamas tan palpitantes como su encendidos colores. Como esa sombra del perseguidor, Vern (Arthur Kennedy), perfilada en el crepúsculo, en busca del hombre que mató a la mujer que amaba. Esa muerte le convirtió en sombra, a su vida en un permanente crepúsculo, y a sus emociones en un constante aullido, como el del lobo en el previo plano. El desarrollo narrativo de Encubridora se acompasa a esa febrilidad que domina el propósito de Vern, a quien caracteriza en todo momento un gesto urgente, perentorio. La narración ya se inicia con un impulsivo movimiento de cámara hacia Vern besando a su novia, antes de despedirse. Es una narración que se inicia con un beso, con una armonía. Es un beso entre dos de los escasos habitantes en ese pueblo en esos momentos porque la mayoría se ha ido a las afueras a celebrar el nacimiento de un bebé. Nacimiento, armonía, amor. Cuando Vern abandona el establecimiento en el que trabaja ella como dependiente, se cruza con dos forasteros. Uno de ellos, Kinch (Lloyd Gough, cuyo nombre fue eliminado de los títulos de crédito por su negativa a colaborar con el Comité de Actividades Antiamericanas, por lo que, durante doce años, fue incluido en la lista negra de Hollywood), se percata tanto de la peculiar manera de montar a caballo de Vern, como se fija en la chica que se despide de él en la puerta del establecimiento. Un intercambio de primeros planos entre Kinch y ella ante la caja fuerte revela que no sólo su propósito es el atraco, como evidencia el amenazante lúbrico gesto él. Fuera un niño oye los gritos de la chica, corre hacia el almacén, y es disparado (aunque falle) por el otro forajido. Huyen. A Vern, que está cuidando ganado, le avisan. Entra en el almacén y ve a su novia muerta. La han ultrajado antes de matarla. La cámara desciende de su rostro hasta su mano crispada en un gesto que asemeja al de un garfio. Un prodigioso inicio orquestado en acciones. Un gesto, esa mano engarfiada, que se hará entraña en Vern, y decisión enfebrecida y empecinada de buscar a los responsables.

Una balada, que se repite tres veces, insufla un aire de leyenda, de fatalidad e inexorabilidad, de odio, asesinato y venganza. Como cobrarán entidad legendaria las últimas palabras que dice el compinche de Kinch (asesinado por éste): Chuck-a-luck: la rueda de la fortuna. De hecho, el título que consideraba inicialmente Fritz Lang era La leyenda de Chuck-a-lack, pero a Howard Hughes, entonces al mando de la RKO, le parecía un título cuya referencia no entenderían los espectadores extranjeros (Lang, perplejo, comentaría después, con ironía, que probablemente entenderían mucho mejor Rancho Notorious). Las pesquisas de Vern le llevan, cual febril alma ensombrecida, cabalgando de ciudad en ciudad, de territorio en territorio. El tiempo parece diluirse. La sucesión de testigos que encuentra en distintos lugares, como si siguiera una línea de puntos, es su guía hacia su objetivo, el esclarecimiento de la identidad del hombre que mató a la mujer que amaba. Durante los primeros pasajes es una narración elíptica en el que las transiciones no son espaciales sino capitulares, en relación a los capítulos que conforman los distintos relatos de los que evocan sucesos que, incluso, sucedieron siete años atrás. El hilo se inicia con una mujer, Altar Kane (Marlente Dietrich), cantante, y con un pistolero que la defendió cuando fue despedida de un saloon, Frenchy (Mel Ferrer). Un saloon con una rueda de la fortuna, símbolo del azar, cuyos resultados son trucados, mediante un pedal, por quien la gira. Trampa que será aprovechada por Frenchy para evitar que el dueño del saloon sabotee el éxito en las apuestas de Altar. En el presente, esa corrupción encuentra su correspondencia con los políticos que están encarcelados en la celda colindante con aquella en la que Vern conoce a Frenchy. El azar y la determinación de la voluntad. Los hechos que acontecen por la combinación aleatoria de factores pero también por imposición o por el empecinamiento (obsesivo) de las voluntades, como la de Vern, dispuesto a que se satisfaga su ansía de venganza, que convierte en fatalidad para otros, como daños colaterales.

La narración está dominada por los gestos: la tensa mirada de Vern, que parece que va a saltar en cualquier momento cual reptil, la serena y triste mirada de Frenchy, pistolero de porte caballeroso, que protege, y ama, desde que la conoció a Altar, mujer de mirada determinada que no oculta velada su vulnerabilidad, curtida por las adversidades, y que ahora rige un rancho de nombre Chuck-a-luck, un rancho en la frontera (como fronterizas son las emociones de esta obra) en el que acoge a forajidos, proporcionándoles refugio entre golpe y golpe. Un rancho que es mansión gótica en el desierto, y donde, entre sus refugiados, está el asesino de la novia de Vern. Pero la ceguera poseida de éste impedirá que discierna quién puede ser (y en cambio especule sobre varios como posibles asesinos). Será el azar de nuevo, propiciado por su manipulación de los sentimientos de Altar (paradoja en alguien que quiere justicia ante una infamia contra su ser amado), el que le revele quién es. Hay una secuencia en la que queda remarcado de modo patente que es un decorado de un paisaje rocoso, una secuencia en la que Altar deja en evidencia qué siente por Vern, mientras éste sigue intentando que le desvele quién le proporcionó el broche de su amada. La falsedad de él, su fingimiento de un interés amoroso, propicia que ella, gradualmente, se exponga emocionalmente. En esa secuencia, Altar reconoce que le hubiera gustado que él se fuera para volver diez años antes. Es un amor entre dos personas que viven dos películas distintas. Él solo piensa en su amada muerta, y en la muerte de quien acabó con su vida (y de paso con la suya, ya que es un espectro en vida). Y ella es una mujer que no puede vivir su presente, porque siente que Vern ha llegado demasiado tarde a su vida, y Frenchy ya es un residuo de lo que supuso su relación en el pasado. En cierto momento, cede y se deja llevar por el impetu de Vern, sin saber que su deseo de que se vista con el mismo atavío y broche no es sino otra artera estrategia para conseguir que, bajadas las defensas (ya que una de las reglas básicas del lugar es que no se hagan preguntas), responda a su pregunta de quién le proporcionó el broche. Ella vive su presente entre un fantasma de lo que fue y un falso reflejo. Por eso, ella será una pieza sacrificada cuando la muerte vuelva a hacer acto de presencia, porque el círculo de la venganza ciega sólo puede repetir la infamia que se busca restituir. Quien quería vengar la muerte de su amada propicia, aun indirectamente, que muera una mujer que había recuperado la ilusión del amor con él Valga la paradoja, en nombre del amor degrada el altar del amor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario