En Quiero la cabeza
de Alfred Garcia (Bring me the head of Alfredo Garcia, 1974), de Sam Peckinopah, conseguir la cabeza de un cadáver que tiene
que desenterrar es el sórdido y degradante trabajo que separa a Benny (Warren
Oates) de poder conseguir un sueño, o lo
que es lo mismo, es la turbia tarea que le deparará el dinero que consiga que su
vida alce vuelo en vez de continuar enterrada, arrastrándose, reptando en la
precariedad, siempre al borde la indigencia, una vida de encargo entre trabajos
míseros, una vida prostituida (aliñada con un hartazgo disimulado porque se
dedica a amenizar la vida de los otros con canciones; transmite alegría cuando
no es lo que define su circunstancia). Qué más da que tenga que realizar una
concesión más, un trabajo aún más degradante. Quizás sea el añorado último
encargo. Además, engaña a los que engañan, a los que se aprovechan de los
demás, a los poderosos, a los que por satisfacer su capricho o su despecho, sea
la organización de asesinos a sueldo con apariencia de ejecutivos, comandada
por Max (Helmut Dantine), o el cacique
mejicano, El jefe (Emilio Fernández), que encarga, a cambio de una cuantiosa
suma, que traigan la cabeza del hombre que dejó embarazada a su hija, Alfredo
Garcia (cuyo nombre ha conseguido tras torturar sin compasión a su hija delante
del resto de la familia). Para Benny sabe que Alfredo está muerto, por lo que el
trabajo resulta más fácil. Si además,
fue un amor anterior de la mujer que ames, Elita (Isela Vega), añade
cierta satisfacción complementaria. Doble beneficio. Es lo que siente Benny
cuando dos atildados pero siniestros estadounidenses, Johnny (Gig Young) y Sappensly
(Robert Webber), entran en el bar en el que trabaja amenizando con el piano a
los clientes buscando información sobre Alfredo Garcia. Benny aún no sabe que
está muerto, se lo dirá posteriormente Elita, pero Peckinpah utiliza un recurso
que anuncia ya que aceptar este encargo implicará su propia destrucción (en la
banda de sonido escuchamos sobre el rostro de Benny el ruido de un coche
estrellándose; Elita le contará después que Alfredo murió en un accidente de
coche tras pasar tres días con ella). Lo que tampoco sabe Benny es que
desenterrar una cabeza implicará que se entierren sus sueños, el cuerpo que lo
representa, Elita, a quien matarán los sicarios de quienes le han contratado
cuando se dispone a cortar la cabeza de quien cree que le proporcionará su acceso
al paraíso. Pero sólo accederá al infierno.
Hay cegatones que calificaron el cine de Peckinpah como misógino (Billy Wilder también sufrió esa ofuscada percepción). ¿Es misógina una obra en cuyas secuencias finales la hija alienta a Benny a que dispare sobre su padre, el cacique, y la madre luego sonríe satisfecha? En Quiero la cabeza de Alfredo García, Elita es tanto la vitalidad exuberante, sin restricciones, alguien que vive de frente, a flor de piel, que se desenvuelve con su desnudez con la viveza de quien disfruta la naturalidad (su cuerpo, sus emociones y sentimientos), como la conciencia lúcida que pone en evidencia las obsesiones, carencias o contradicciones de Benny. Encarna la degradación y ultraje a la que es sometida la ilusión y la integridad. En cambio, a Benny le definen esas oscuras gafas de sol que porta en todo momento, gafas que oscurecen e impiden ver su mirada, a la vez que reflejan su incapacidad para discernir con claridad, por su ofuscación en un propósito (para cuya consecución no dudará en poner en peligro lo más valioso de su vida, su relación sentimental con Elita). Ya las porta cuando nos es presentado tocando una pieza musical al piano.
Su trayecto juntos, en busca de la tumba de Alfredo, supone también para Benny la confrontación con unos fantasmas. Porque, pese a que le declaré (en una de las más hermosas y líricas secuencias de amor rodadas por Peckinpah) su propósito de amarla por y para siempre, en su mente aún chirrían los engranajes del despecho, por la relación de Elita con Alfredo, que es también razón (o recompensa emocional) encubierta del viaje (cortar la cabeza del otro, muerto; es a él a quien se le va la cabeza preocupándose por ese pasado de ella). De algún modo, el enfrentamiento con los dos motoristas, encarnados por Kris Kristofferson y Donnie Frits, que pretenden violar a Elita, no deja de representar cómo Benny aún no ha logrado confrontarse con sus propios demonios. Es así, que esa obcecación suya acabe matando a Elita (esa obcecación en desenterrar su pasado, la entierra). Por eso, uno de los momentos más sobrecogedores de la película, y añadiría que del cine en general, es aquel en el que Benny, tras ese alucinatorio viaje, surcado de encuentros violentos, en su vuelta a casa (¿Qué vuelta a casa?, como también se preguntaba el personaje de Hoffman, con más sarcasmo, en Perros de paja), se quita las gafas, y se contempla en el espejo con aquella mirada destruida, arrasada, abrasada de dolor. Proseguir con su misión, su viaje, entregar la cabeza a la raíz, a quien realizó el encargo, es viajar, descender, a las tinieblas, pero no sólo a las que crean los que hacen de su poder abuso, sino a las propias (‘Tú ocúpate del hijo, que yo me ocupo del padre’, su memorable frase a la hija del cacique en la secuencia final); destruirles es destruirse también a sí mismo, porque él sabe que su obcecación fue la que propició la muerte de la mujer que amaba. Quizás por eso, el último plano sea el del ciego cañón de una metralleta, el equivalente a sus gafas oscuras, su ceguera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario