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lunes, 9 de agosto de 2021

Quiero la cabeza de Alfredo García

En Quiero la cabeza de Alfred Garcia (Bring me the head of Alfredo Garcia, 1974),  de Sam Peckinopah, conseguir la cabeza de un cadáver que tiene que desenterrar es el sórdido y degradante trabajo que separa a Benny (Warren Oates)  de poder conseguir un sueño, o lo que es lo mismo, es la turbia tarea que le deparará el dinero que consiga que su vida alce vuelo en vez de continuar enterrada, arrastrándose, reptando en la precariedad, siempre al borde la indigencia, una vida de encargo entre trabajos míseros, una vida prostituida (aliñada con un hartazgo disimulado porque se dedica a amenizar la vida de los otros con canciones; transmite alegría cuando no es lo que define su circunstancia).  Qué más da que tenga que realizar una concesión más, un trabajo aún más degradante. Quizás sea el añorado último encargo. Además, engaña a los que engañan, a los que se aprovechan de los demás, a los poderosos, a los que por satisfacer su capricho o su despecho, sea la organización de asesinos a sueldo con apariencia de ejecutivos, comandada por Max (Helmut Dantine),  o el cacique mejicano, El jefe (Emilio Fernández), que encarga, a cambio de una cuantiosa suma, que traigan la cabeza del hombre que dejó embarazada a su hija, Alfredo Garcia (cuyo nombre ha conseguido tras torturar sin compasión a su hija delante del resto de la familia). Para Benny sabe que Alfredo está muerto, por lo que el trabajo resulta más fácil. Si además,  fue un amor anterior de la mujer que ames, Elita (Isela Vega), añade cierta satisfacción complementaria. Doble beneficio. Es lo que siente Benny cuando dos atildados pero siniestros estadounidenses, Johnny (Gig Young) y Sappensly (Robert Webber), entran en el bar en el que trabaja amenizando con el piano a los clientes buscando información sobre Alfredo Garcia. Benny aún no sabe que está muerto, se lo dirá posteriormente Elita, pero Peckinpah utiliza un recurso que anuncia ya que aceptar este encargo implicará su propia destrucción (en la banda de sonido escuchamos sobre el rostro de Benny el ruido de un coche estrellándose; Elita le contará después que Alfredo murió en un accidente de coche tras pasar tres días con ella). Lo que tampoco sabe Benny es que desenterrar una cabeza implicará que se entierren sus sueños, el cuerpo que lo representa, Elita, a quien matarán los sicarios de quienes le han contratado cuando se dispone a cortar la cabeza de quien cree que le proporcionará su acceso al paraíso. Pero sólo accederá al infierno.


Peckinpah había soportado las injerencias de los productores, que habían tergiversado, en un grado u otro, su mirada, su perspectiva, adulterando y manipulando los montajes de sus películas previas; acababa de sufrir uno de los más amargos enfrentamientos, con Pat Garret y Billy el niño (1973). Peckinpah declaró que estaba harto de Hollywood, lo que propició que tuviera más enemigos si cabe en la industria (los sindicatos se unieron contra él, intentando imposibilitar el rodaje de la película, o el estreno en Estados Unidos). Peckinpah, con Quiero la cabeza de Alfred Garcia realizó su obra más a tumba abierta ( o a víscera abierta), logró materializar la atmósfera terminal, desgarrada, desesperada, sórdida y turbia de la magistral Bajo el volcán de Malcom Lowry, de la que Huston realizaría una desvaída adaptación cinematográfica diez años después. Fue la única película de su filmografía cuyo montaje controló. O se puede decir que controló su definitivo escupitajo a la cara a toda esa industria que obstaculizó y mutiló su obra, lo que es lo mismo que decir sus entrañas. Es su grito de rabia, chorreando bilis como quien se desprende en la última arcada de la sensación de degradación que siente ha sido su vida, ultrajada, maltrecha. Como si se sintiera un mero amenizador en un sórdido decorado pero con teclas de celuloide, o es a lo que sentía que le habían querido reducir.  La excepcionalidad de este soberano cineasta se refleja, entre otros aspectos en cómo ya tenía bien definido en su mente el montaje de las secuencias. Hay muchos cineastas posteriores, sobre todo los que se dedican al cine de acción, que ruedan las secuencias con numerosas cámaras, así disponen en el montaje de muchas opciones con las que ir resolviendo cada secuencia (son cineastas que todo lo parchean en la sala de montaje). Peckinpah  no tenía que realizar muchas tomas, porque su forma de rodar era desde muchos ángulos. Es lo que diferencia sus obras, o en concreto, sus secuencias de acciones de directores de sala de montaje posteriores (Tony Scott, Michael Bay, Robert Rodriguez…). Además, hay otro aspecto que les separa, abismalmente. El de estos últimos es un cine vacío, sin entrañas, artilugios formales. El cine de Peckinpah, sangra, y se desangra. Con sus sacudidas y estallidos (sus extraordinarias secuencias violentas: la masacre en la carretera; el enfrentamiento en la habitación en el hotel y la final con El jefe y sus secuaces), pero también lentamente, como toda la bella relación entre Benny y Elita, ese doliente substrato sobre el que se cimenta la obra. 

Hay cegatones que calificaron el cine de Peckinpah como misógino (Billy Wilder también sufrió esa ofuscada percepción). ¿Es misógina una obra en cuyas secuencias finales la hija alienta a Benny a que dispare sobre su padre,  el cacique, y la madre luego sonríe satisfecha?  En Quiero la cabeza de Alfredo García, Elita es tanto la vitalidad exuberante, sin restricciones, alguien que vive de frente, a flor de piel, que se desenvuelve con su desnudez con la viveza de quien disfruta la naturalidad (su cuerpo, sus emociones y sentimientos), como la conciencia lúcida que pone en evidencia las obsesiones, carencias o contradicciones de Benny. Encarna la degradación y ultraje a la que es sometida la ilusión y la integridad. En cambio, a Benny le definen esas oscuras gafas de sol que porta en todo momento, gafas que oscurecen e impiden ver su mirada, a la vez que reflejan su incapacidad para discernir con claridad, por su ofuscación en un propósito (para cuya consecución no dudará en poner en peligro lo más valioso de su vida, su relación sentimental con Elita). Ya las porta cuando nos es presentado tocando una pieza musical al piano.

Su trayecto juntos, en busca de la tumba de Alfredo,  supone también para Benny la confrontación con unos fantasmas. Porque, pese a que le declaré (en una de las más hermosas y líricas secuencias de amor rodadas por Peckinpah) su propósito de amarla por y para siempre, en su mente aún chirrían los engranajes del despecho, por la relación de Elita con Alfredo, que es también razón (o recompensa emocional) encubierta del viaje (cortar la cabeza del otro, muerto; es a él a quien se le va la cabeza preocupándose por ese pasado de ella). De algún modo, el enfrentamiento con los dos motoristas, encarnados por Kris Kristofferson y Donnie Frits, que pretenden violar  a Elita, no deja de representar cómo Benny aún no ha logrado confrontarse con sus propios demonios. Es así, que esa obcecación suya acabe matando a Elita (esa obcecación en desenterrar su pasado, la entierra). Por eso, uno de los momentos más sobrecogedores de la película, y añadiría que del cine en general, es aquel en el que Benny, tras ese alucinatorio viaje, surcado de encuentros violentos, en su vuelta a casa (¿Qué vuelta a casa?, como también se preguntaba el personaje de Hoffman, con más sarcasmo, en Perros de paja),  se quita las gafas, y se contempla en el espejo con aquella mirada destruida, arrasada, abrasada de dolor. Proseguir con su misión, su viaje, entregar la cabeza a la raíz, a quien realizó el encargo, es viajar, descender, a las tinieblas, pero no sólo a las que crean los que hacen de su poder abuso, sino a las propias (‘Tú ocúpate del hijo, que yo me ocupo del padre’, su memorable frase a la hija del cacique en la secuencia final); destruirles es destruirse también a sí mismo, porque él sabe que su obcecación fue la que propició la muerte de la mujer que amaba. Quizás por eso, el último plano sea el del ciego cañón de una metralleta, el equivalente a sus gafas oscuras, su ceguera.

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