Yo estoy a punto de
conseguir mi primer millón y tú aún persigues los ocho segundos’, le dice
Curly (Joe Don Baker) a su hermano mayor Junior (Steve McQueen), en una de las
secuencias de la excelente Junior Bonner
(Id, 1972), de Sam Peckinpah. Junior es el hombre que busca la realización en la
tarea bien hecha, en el logro de su arte, alcanzar esos ocho segundos tras
resistir sin caerte sobre un toro. Y por tanto, parece una figura del pasado. Curly
es el hombre de futuro, el
representativo espécimen del capitalismo que especula con todo, el que sabe que
la especulación es un negocio beneficioso, aunque arrase con todo, aunque
despedace el presente, y las huellas del pasado (no le importa ni comprar por la
tercera parte de lo que valen sus terrenos a su propio padre). Es como el bulldozer
que echa abajo la casa en la que creció, como contempla Junior cuando llega a
su pueblo para actuar en un nuevo rodeo. Se apropia y reconfigura el escenario
como si fuera una mera atracción para turistas, un decorado con animales
salvajes enjaulados, porque Curly enjaula lo real y lo natural. Junior es un
personaje que empieza a sentirse, a verse, desubicado, sin futuro (ya no es el
que era en los rodeos, como refleja la primera secuencia, de la que sale
contusionado), y es alguien que ya incluso empieza a perder su pasado, lo que
fue, del mismo modo que desaparecen del paisaje los signos de lo que fue (la
casa de su infancia).
No deja de ser elocuente, en brillante ocurrencia de guion (de Jeb Rosebrook), que durante buena parte del primer tramo de la narración Junior esté buscando a su padre, Ace (Robert Preston) sin lograr coincidir con él (cuando le ve en el hospital, recuperándose de un accidente leve de coche, está dormido). Cuando lo consigue por fin es durante el desfile, un espacio de escenificación, el de una tradición que ya empieza a ser primordialmente carne de representación, de museo, residuos del pasado (además, el padre cabalga en el caballo de su hijo; Junior sigue la senda de su padre, es su réplica, tan fuera de lugar como él: por eso, al final le pagará el viaje a Australia para que siga con sus extravagantes sueños, en este caso, de búsqueda de oro allí). En el centro de la narración, y corazón de la misma, una hermosa secuencia en la que padre e hijo conversan en una estación, solos, como si estuvieran aislados del mundo, frente a las vías del tren. En un momento dado un tren cruza, y les separa por un instante. Es un momento de consciencia silenciosa, trazada en los rostros, en las miradas, de que son tal para cual, con un presente precario (ambos sin dinero), y un muy incierto futuro. De algún modo, para Junior su actuación en su ciudad natal tiene algo de despedida, incluso de sí mismo, reflejado, en la secuencia final, en los planos congelados sobre los rostros de aquellos con los que tiene o crea un vínculo afectivo, caso de su madre, Elvira (Ida Lupino), Charmagne (Barbara Leigh) la chica con la que establece una pasajera pero cálida relación, o su padre, aunque en este caso no deja de ser significativo que no se vean (Ace le ve pasar en el coche, y le grita, pero Junior no le oye). Deja su pasado, encara un futuro muy incierto, con el coche enfilando el horizonte.
Pese lo que pueda parecer la película no destila amargura. De hecho, quizá sea la obra más luminosa, distendida y radiante de Peckinpah. Transpira incluso conciliación, el sabor de la templanza. El humor brota de un modo más armónicamente acompasado que en la más desequilibrada La balada de Cable Hogue (1971), que a veces se resentía del trazo grueso. La secuencia de la pelea en el bar, por ejemplo, además de estar orquestada con su proverbial sentido del montaje, evoca no sólo a aquella inicial de Duelo en la alta sierra (1962), por su planteamiento, entre lo burlón y lo irreverente, sino que vuelve a corroborar el lazo con el cine de John Ford, en el que eran recurrente esta visión humorística de las peleas, en algunas de las cuales palpitaba subyacente un cierto halo de tristeza que se intentaba contrarrestar (como era el caso, especialmente, de la pelea en el bar de La legión invencible). No deja de ser significativo que mientras buena parte de los presentes en el bar se enzarzan en la pelea, las parejas, en vivaz montaje alterno, se consoliden, ya sea porque se sellan aunque sea de modo provisional (como la conexión entre Junior y Charmagne que se ha ido gestando a través de miradas desde que se han visto, encapsulados dentro de la cabina de teléfono), o ya sea porque se reconcilien, caso de Ace y Elvira, también de modo provisional, porque Ace, como su hijo Junior, siguen decididos a marcharse o seguir con su vida nómada. Se hace manifiesto el quedo lirismo que recorre la narración tanto en la sonrisa en la mirada de Charmagne, que condensa lo que ha significado compartir un fugaz bello momento con la persona de la que te despides, como en la que reaviva el rostro de Elvira, al escuchar unas palabras de Ace, ‘visto un rodeo, vistos todos’, porque las sabe dichas con ironía, ya que la mirada expresa lo contrario, un amor incombustible, que arraigó en un pasado que no puede ser borrado ni demolido, el de aquellos que sienten que todo lo que han compartido durante décadas nunca se quebrará, aunque se distancien, en algún momento, de modo pasajero, y una bofetada constate el dolor causado, como es el caso de Elvira y Ace. Junior Bonner es una película solar aunque sea de aliento crepuscular, irradia celebración de vida, un saber conectar con aquello que se desvanecerá o demolerá, con aquellos que sabes que desaparecerán, como tú mismo. Queda condensado en la armonía que transpira el último plano de los títulos de crédito, en el que se superpone el nombre de Sam Peckinpah: Junior despierta en plena naturaleza, junto a un río, mientras a su lado, el caballo descansa fuera del remolque en el que le traslada. Ace: Si este mundo está hecho para los ganadores ¿Qué queda para los perdedores? Junior: Bueno, alguien tiene que llevar los caballos...
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