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martes, 19 de mayo de 2020
Un marido rico
Tener o no tener, maldita cuestión. No todos podemos vivir en Palm Beach. El título original de Un marido rico ( 1942), de Preston Sturges, The palm beach story, alude irónicamente a lo que representa ese lugar, el paraíso de los privilegiados, de los que disponen de todo, y hasta les sobra. Juega con la equiparación con respecto a las idealizaciones sentimentales o la convención del final feliz. Esa cima del mundo que se supone cualquiera puede alcanzar en la llamada tierra de las oportunidades (sobrenombre de Estados Unidos, a su vez, sobrenombre de capitalismo como ideal sistema), no funciona del modo más adecuado (o equitativo), porque realmente es una sociedad erigida sobre la consecución del éxito, excusa para la depredación económica y la competitividad inclemente, del mismo modo que no es realmente un final, y feliz, la catártica conclusión del convencional relato romántico, esto es, la boda (como si a partir de ahí todo fuera un lecho de rosas continuo). De hecho, el título planteado, no aceptado por la censura, era Is marriage necessary/¿Es el matrimonio necesario?. Un marido rico se inicia, precisamente, con lo que suele ser el final de una ortodoxa comedia romántica, ese en el que los protagonistas acaban felizmente unidos, incluida boda, y con el latiguillo de Vivieron felices para siempre, al que aquí, en cambio, se añade la interrogante ¿o no?. Y es que, como demuestra el paso de los años, en concreto cinco, sigue habiendo amor y dicha sentimental entre Tom (Joel McCrea) y Gerry (Claudette Colbert), pero, dificultades para siquiera poder pagar el alquiler. Y esa problemática puede interferir en cualquier ilusión romántica o conexión sentimental. Los originales y visionarios inventos de Tom no tienen mucho éxito, incluido el último, el diseño de un aeropuerto. Esto es, su vida material no logra despegar. Estabilidad y vuelo son singulares sinónimos para que una relación pueda fluir con la distención de la despreocupación. Si no se alza el vuelo la tierra firme se torna arena movediza. Tom no consigue los 99.000 dólares que requeriría, pero es que tampoco dispone del dinero suficiente para el alquilar, las facturas o las compras alimentarias. Su pareja, Gerry, quien además de soportar no poder darse un capricho, siente que es un lastre para su marido por los gastos que supone, toma una decisión drástica: abandonar a su marido, divorciarse, y ella buscarse un millonario como nuevo esposo, para de ese modo, precisamente, poder subvencionar las ideas de Tom. Sin duda, singular sacrificio por amor.
La espoleta que propulsa esa idea será el encuentro con un millonario, El rey de las salchichas (Robert Dudley), que husmea en el piso porque está pensando en alquilarlo, y que se caracteriza por sus problemas de oído (como la vida parece sorda a las necesidades de Tom y Gerry).Todo un personaje, un escuchimizado anciano con un gabán y un sombrero de cowboy más grandes que él, que reconoce que no se ha hecho millonario precisamente por la calidad de su producto (la sociedad del éxito no se basa en la calidad del producto precisamente o no es su finalidad), expresa agudas reflexiones sobre los arrepentimientos en la vejez cuando piensas en lo que podrías haber hecho y no hiciste, y aprecia la voz clara de Gerry, a la que acaba prestándole el dinero para que pague el alquiler y las facturas (y el capricho de un vestido). De lo cual, algo le sobra a Gerry para poner en marcha su plan de fuga a Palm Beach. La secuencia de despedida es un prodigio. Tom duerme en la cama, ella, con expresión apesadumbrada, quiere dejarle una nota explicándole su decisión, y no sabe dónde engancharla con un alfiler. Decide ponerla sobre la colcha pero clava el alfiler en el culo de Tom, quien despierta sobresaltado, y la persigue, hasta el ascensor, cubriéndose, a duras penas, con la colcha, para perplejidad de los vecinos (ya que su culo queda al aire).
Ese singular rey de las salchichas ya es adelanto de ese universo excéntrico y disparatado (¿distorsionado?) de los privilegiados con los que se toparán los corrientes Tom y Gerry (De la misma manera que el gato Tom perseguía al ratón Jerry, Tom perseguirá a Gerry para recuperarla). En su trayecto se encuentran con personajes que parecen salidos directamente de un dibujo animado. Gerry puede coger el tren, aunque carezca de dinero, porque es adoptada como mascota por un grupo llamado el club de la cerveza y la codorniz, un grupo de ricos cazadores. La tajada que van cogiendo progresivamente es descomunal. Dos de ellos convencen al camarero para que lance unas galletitas al aire, a las que apuntan con sus escopetas, claro, que uno de ellos la tiene cargada, para desgracia de los cristales. Antológica la expresión del otro, el insigne William Demarest (mascota a su vez de Sturges, con el que colaboró diez veces), cuando se da cuenta de que su compañero dispara con balas de verdad, y le reprocha que está haciendo trampa, y él también la carga. El remate, o la guinda, de este vivaz delirio, es todo el grupo recorriendo los vagones, guiados por los perros, y disparando a diestro y siniestro, buscando a su mascota, Gerry, la cual debe huir a otro vagón, únicamente con su pijama.
Desafortunadamente para ella, separan el vagón donde está el club de la cerveza y la codorniz, con lo que el resto de su ropa se queda atrás. Y aquí entra en escena otro millonario, que nada tiene que ver con el rey de la salchicha o los integrantes del club, el meticuloso y atildado John D Hackensacker III (Rudi Vallee). Ya su nombre parece salido de una película de los hermanos Marx (y antecedente del falso millonario que crea el personaje de Tony Curtis, en Con falda y a lo loco, 1959, de Billy Wilder, para seducir al de Marilyn Monroe). Gerry, por dos veces, al subir a la litera de arriba, rompe sus anteojos, cuando apoya el pie en su cara. Pero el imperturbable y afable Hackensacker no parece molestarse demasiado. Es más, queda prendado de ella, y la invita a su mansión, no sin antes comprarla un amplio surtido de ropa, que anota detalladamente en su bloc de notas (simplemente, por manía). En la mansión, Gerry conocerá a la hermana, la princesa Centimillia (Mary Astor), divorciada incontables veces (la censura exigió que se redujeran los ocho divorcios a tres, más dos anulaciones), al que acompaña otro personaje extraído directamente de un dibujo animado, Totó (Sig Arno), vestido con camisetita de gondolero y boina, que no sabe nada de inglés, y musita palabras que resultan incomprensibles cual pájaro bobo (nadie sabe cuál puede ser su idioma; se especula con que sea de Beluchistán).
El escenario de ilusión que intenta Gerry que arregle el escenario ordinario fallido se complica con otra representación, cuando reaparezca Tom. Gerry al verle, lo presenta como si fuera su hermano, para alegría de la princesa, que rápidamente le ha echado el ojo, y se prepara para lanzarle los trastos. Ambos forcejean por su relación cuando cara a los otros dos, que aspiran a ambos, no son sino hermanos. La representación perjudica sobre todo a quien se esfuerza en recuperar la relación, aunque la otra, Gerry, piensa que no puede recuperarse en los mismos términos de antes. Gerry convence a Hackensacker de que subvencione la idea de Tom. Pero el amor vuelve a entrar en juego desbordando las necesidades y las conveniencias. Hackensacker canta frente al balcón de Gerry, rodeado de una pequeña orquesta, y esa canción propicia el acercamiento entre Tom y Gerry. La dificultad para abrir y bajar una cremallera, la del vestido de Gerry, posibilitará que otra cremallera, la de los sentimientos, también se abra. El final satisface a todos. Y hay boda triple. Comprendemos la situación que veíamos en los títulos de crédito, donde veíamos luchando a los protagonistas para llegar a la boda, pero los veíamos duplicados. Sí, tienen unos gémelos cada uno, para felicidad de Hackensacker y la princesa Centimillia. Qué extraños giros da la vida. Aunque quién sabe si unos y otros vivieron felices para siempre.
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