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martes, 12 de mayo de 2020
El ministerio del miedo
Un hombre en sombras, Neale (Ray Milland), contempla el reloj que marcará la hora, el segundo exacto, en que deje un lugar de sombras. Dos movimientos de cámara señalan el fin de su estancia: un admirable travelling de retroceso desde un primer plano sobre el reloj a un plano general en el que se advierte, en primer término, la figura en sombras de Neale, sentado, contemplando el reloj (ya al fondo, como la distancia temporal que ha recorrido hasta su anhelada liberación). Otro, una grúa que desciende sobre el portón de entrada cuando abandona el centro; la cámara realiza un intenso movimiento hacia la izquierda, que se centra en otro detalle revelador, el lugar de sombras es un sanatorio psiquiátrico. La herida del tiempo, la percepción de la realidad. En El ministerio del miedo (Ministry of fear, 1944), de Fritz Lang, con guión de Seton I Miller, pronto se aposenta la sensación de que nos movemos en una realidad definida por la incertidumbre. Fuera, nada es lo que parece y todo parece dominado por las sombras (extraordinaria fotografía de Henry Sharp), por las falsas apariencias, por lo imprevisible (y siempre con un cariz amenazador). Ferias que ocultan conspiraciones nazis, ciegos que quizás no lo sean, tartas que ocultan secretos, sesiones de espiritismo que acaban con un crimen que quizá no lo sea.
Las sombras del exterior, parecen acompasarse, o confundirse con las interiores del propio Neale, las que aún se agitan en los subterráneos de su mente, abiertas aún por la herida del tiempo, por el acto que realizó dos años atrás. Unos fantasmas emocionales, una incertidumbre, que compartirá, con una imprevista cómplice en su desconcertada búsqueda, Carla (Marjorie Reynolds), precisamente en los subterráneos del metro: ¿hizo realmente lo que tenía que hacer optando por la eutanasia con su mujer, matándola por piedad? (aunque esas dudas y ese tormento no adquiere tanta relevancia manifiesta como en la novela, de homónimo título, que se adapta, de Graham Greene, publicada una año antes). Neale es alguien en una tierra de nadie, entre un pasado doliente al que aún no sabe cómo afrontar y un futuro que es pura incógnita. Su presente oscila entre incertidumbres, en el vacío suspenso, expuesto, por ello, al caos, a una locura, un delirio que, precisamente, no sabe nada de piedad.
Pero ¿Cuál es esa búsqueda? Desde que abandonó el manicomio se ha encontrado inmerso en otro escenario de delirio, como personaje en otra función cuyos componentes o contornos desconoce. En una feria de apariencia inocua, organizada en apoyo de las madres de las naciones libres, se produce un equívoco (le confunden con alguien, y le dan algo, que debía darse a otro, dentro de un objeto tan inofensivo como una tarta. Cruzó un umbral a otro universo, cuando cruzó el de esa tienda donde le atiende una adivinadora (que no es tal; irónico que piense que es quien no es porque dice accidentalmente la frase que resulta ser la contraseña). Un umbral que cruza hacia las tinieblas (la puerta del tren, con el humo que emana de este, el sonido de un bastón, la aparición de un ciego). Ciego es como se mueve Neal en una realidad que no reconoce, en una realidad donde los nombres son como etiquetas que se despegan porque no casan con una condición movediza, falaz. Es un laberinto en tinieblas en el que ni los muertos lo son, en el que hay quien no tiene reparos en matar a su hermana en pro de su ideario. No hay límites, los escrúpulos morales no existen.
Es un mundo en ruinas (morales), como aquellas entre restos de bombardeos, en donde busca los restos de la tarta, la corroboración de que se mueve en una trama/maraña delirante, pero que no es su mente la que delira (el caos está afuera, no en su interior). Sus perseguidores, sus sombras, son unos agentes nazis encubiertos en una organización aparentemente inocua. El misterio impregna cada fotograma, como una velada amenaza, como las tijeras que balancea el sastre Travers (Dan Duryea), mientras mantiene una conversación telefónica en la que sabemos que se está diciendo entre líneas algo más inquietante que las inocuas palabras pronunciadas. La luz va alumbrando este trayecto (como la de la misma cándida presencia de Carla). El agujero de una bala en una puerta de una habitación a oscuras es su umbral, el de la luz que conjurará esas sombras, que tendrá su culminación en otro umbral oscuro, (en la gran secuencia del tiroteo en la azotea) el cual, al encenderse, desvanecerá definitivamente la amenaza.
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