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martes, 3 de diciembre de 2019
El joven Ahmed
Cambias la play station por el Corán (o cualquier modelo identitario, sea nacionalista, étnico, religioso, o el que fuere que pueda enarbolarse como Absoluto y derivar en fanatismo) y la realidad ya es el escenario de un video juego en el que los demás son representaciones o emblemas. Por tanto, quien no se ajusta al credo que se enarbola puede ser eliminado como interferencia, imposición, antagonista o simplemente impureza que purgar. Un joven en proceso de formación es materia fácilmente maleable o sugestionable. Si se toca el resorte de la rebelión contra la autoridad se puede reclutar en la lucha que sea sin mucho esfuerzo persuasivo. Tocas las teclas opresión o ultraje y tienes trabajo medio hecho. No se específica en El joven Ahmed (2019), de los hermanos Dardenne, qué fue esa tecla que convirtió a Ahmed, de trece años, al fervoroso de la play station Ahmed, de trece años, en un fanatico guerrero musulman. Quizá ya sea declarativa la asociación. En el comienzo ya es una mente cuadriculada i ntolerante con una noción de la pureza que califica lo contrario como contaminación y degradación. No deja de ser revelador que su rechazo se direccione hacia figuras femeninas. Contra su madre (Claire Bodson), por no portar el hijab y consumir alcohol (vino): con desprecio, la llama borracha (no importa cómo se siente su madre, viuda, importa que no se ajuste a un modelo que remarca su condición subordinada). Y sobre todo, significativo, contra su profesora, Ines (Myriem Akheddiu), emparejada con un judío (por tanto, contaminada por la mezcla) y por querer plantear nuevos metodos de enseñanza de la lengua árabe y el Corán (mediante la música). No acepta darle la mano por su condición impura, aunque los otros niños musulmanes sí lo hagan. Es significante de esa barrera que interpone sobre lo otro que considere el contacto como contaminante, sea con cualquiera que no sea musulman, una musulmana que mantiene una relación con un judio, o con cualquier animal, aunque sea recibir el lametón de un perro. Es un restrictivo control de aduana con forma humana.
Ahmed, influenciado por su Iman (quien rige un establecimiento de comida: la pequeña parcela de realidad que quiere adquirir la dimensión de universo influyente y referencial), hace de la rigidez de perspectiva afirmación de una individualidad que, paradoja, es impersonalidad por su condición intercambiable, difuminada en la aplicación estricta de unos rituales y mandamientos, un autómata que se relaciona con la realidad a través de un simulacro: aunque no sea un juego virtual enquista su relación con la realidad a través de la virtualización que implica la conversión de los otros en emblemas. No son cuerpos, por tanto por qué no intentar atacar, eliminar, a la infiel, a la sacrilega y contaminante, a quien intenta trivializar y degradar unos valores con la mezcla y nuevos métodos. Su enajenación es tal que se cree guerrero cruzado como si se desenvolviera en la gran escala de una guerra santa, y esa mujer fuera un peligro para los que son como él, y eliminarla la misión que debe ejecutar aunque nadie se lo haya ordenado de modo expreso. Vive en su propia película o video juego.
Se ha injertado en él de modo tan oclusivo esa concepción enajenada de la realidad que cuando sienta deseo, por una chica que trabaja en la granja a la que le asignan en el centro de rehabilitación, le suscitará un cortocircuito porque atenta contra su cuadriculado esquema mental. La realidad se tiene que adaptar a ese modelo rígido o pantalla a través de la que filtra la relación con la realidad. Por lo tanto, para que él pueda dar rienda suelta a ese deseo esa chica debería convertirse a la religión musulmana. No hay otra opción. Se debe adaptar a él para que él no se sienta impuro, una forma de neutralizar la subversión de la contradicción evidenciada. La quiere en la medida que se ajuste a su película mental. El fanatismo es el opuesto de la empatía. No se siente a los otros, ni se quiere comprenderlos, sólo se aceptan en la medida que sean afines en la plantilla de su guión o ideario.
El joven Ahmed transmite la sensación, aunque por motivos distintos a los de Las buenas intenciones, de Gilles Legrand (que se estrena la semana próxima), de película de tiempos pasados, o planteamientos cuya fecha de caducidad ya se superó. La producción francesa, deslavazada, no logra ensamblar comedia y drama, realismo y clichés, en su esfuerzo por poner en evidencia las contradicciones e inconsistencias de quien enarbola buenas intenciones, como en el caso de la protagonista, apoyar a los inmigrantes. En el cine tampoco las buenas intenciones son suficientes. La producción belga resulta más aplicada y equilibrada, narrada con fluidez, aunque más bien cual eficiente engranaje. Es una plantilla que los hermanos Dardenne han aplicado desde hace veinte años, y que ya se ha tornado convención. Como The irishman, de Martin Scorsese, transmite la sensación, en un primer visionado, de que es una película que se ve por quincuagésima vez. En el caso de Scorsese, se satisface esa predominante tendencia fetichisita cinéfila, la revisitación de un mausoleo de tipos, situaciones, diálogos, con la suplementaria distinción de ser una ceremonia de despedida. En el caso de El joven Ahmed, los hermanos Dardenne, como también Scorsese, aplican lo que dominan como un repertorio ya idiosincrático que es aplaudido en cada bis (como una película bucle en distintas variaciones). En su caso, su territorio de convenciones es el de la impresión de realidad inmediata captada al vuelo, conjugada con las buenas intenciones discursivas (en cuanto denuncia o compromiso social), y por ello más bien complaciente para plateas concienciadas (que, en su apoltronamiento, necesitan ratificaciones). Pese a a su apariencia de realidad en grado cero, los personajes son representaciones y los eventos emblemáticos. Es un cine más declarativo o demostrativo que interrogante. Por lo tanto, que se agota en un primer visionado. Su mecanicismo queda manifiesto en su conclusión, tan abrupta, como símbolo, que deja en evidencia que el propósito estaba dirigido hacia esa toma de conciencia. Caes, te dueles, tomas consciencia de que eres cuerpo, y dejas de filtrar tu relación con la realidad a través de representaciones y emblemas.
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