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miércoles, 13 de febrero de 2019

El candidato

Las sombras de las interrogantes.El candidato (The front runner, 2018), de Jason Reitman, es una película que, ante todo, plantea interrogantes. Dificulta los posicionamientos, porque ofrece una diversidad de ángulos que pone en cuestión a las perspectiva, o los contendientes, en lid. En 1988, se consideraba a Gary Hart (Hugh Jackman) el favorito (front runner) entre los aspirantes a ser elegido el candidato del partido democrata a la presidencia, pero la intervención de la prensa, en especial del Miami Herald, con la publicación de una noticia que especulaba con un probable romance adultero, lesionó, de modo irremediable, sus posibilidades. En cierto momento un colaborador pregunta al jefe de campaña, Bill Dixon (JK Simmons), desde cuándo las tácticas y los intereses de la prensa se focalizan en la política del mismo modo que con las estrellas Hollywood. Para Dixon es un signo de que los tiempos han cambiado. Lo que antes resultaba irrelevante, ahora centra la atención. Durante su declaración de renuncia a la disputa por la candidatura, Hart apostilla que quizá con la focalización en esas cuestiones tenemos los presidentes que nos merecemos. Lo que no deja de ser, realizada hoy, un dardo dirigido hacia los cincuenta millones que han votado a Donald Trump. Si Trump ha llegado a a ser presidente, es porque hay cincuenta millones que son como él. O que dan más relevancia a ciertas cuestiones (superficiales), y además de qué manera, que a otras (más sustanciosas y estructurales). Y eso es lo aterrador.
Tampoco es casual que se haya realizado, a su vez, una obra como la excelente Vice (2018), de Adam McKay, centrada en Dick Cheney, un enlace que conduce, en línea recta, hacia Trump, mientras que Hart fue un enlace truncado hacia otra dirección posible, y quizá muy diferente (curiosamente, diez años después, el siguiente presidente demócrata, Clinton, sufrió un escándalo de parecida naturaleza, aquel relacionado con Monica Lewinsky). En Vice hay una gran ocurrencia: en cierto momento, tras que, durante los 90, Cheney abandonara el escenario de la política, por cuestiones familiares, irrumpe el rodillo de los títulos de crédito. Una aguda ocurrencia metaficcional. Parecía que acababa la película. Si así hubiera sido, si Cheney hubiera optado por abandonar la película de las tramas de los juegos del poder, quizá el escenario de la realidad hubiera sido otro. Pero decidió reingresar en el escenario de la política, con el inicio del siglo, para ser una figura protagonista, y determinante, tras los atentados del 11/S, que ha llevado a los lodos actuales. Cada película, El candidato y Vice, plantea una dirección diferente, incluso divergente: cómo una línea fue truncada, y cómo otra pudo no haber sido en cierto momento pero cómo, por desgracia, su interrupción fue pasajera.
En El candidato también aparece, como en The post, de Steven Spielberg, el periodista Ben Bradlee, redactor jefe del Washington Post. En la obra de Spielberg, se presenta una actitud ejemplar de la prensa, o cómo puede ser su propósito y actitud la de la revelación de la verdad aunque suponga un enfrentamiento con las instituciones del poder. En cambio, en El candidato, se pone en cuestión los planteamientos y modos de la prensa. En cierto momento, incluso, Bradlee (Alfred Molina) asume que hay que adaptarse a los tiempos, y acceder a la publicación de un material (unas fotografías incriminatorias para Hart) que en otro tiempo no se hubiera rechazado por integridad ética. Pero si no se publica se comenzará a especular por el motivo de la omisión, ya que todos los medios probablemente lo harán. Se pone en interrogante si la prensa no focaliza en aspectos que no son sino irrelevantes. Qué más da la vida privada de un candidato, si es adúltero o no, si es un mujeriego o no, si esa cuestión puede desenfocar otras cuestiones, como sus planteamientos sobre la economía. ¿La prensa desafía a representantes del poder con integridad o hay un pulso más bien despechado combinado con la búsqueda del titular de impacto que posibilite más ventas? Aunque, por otro lado, cierta periodista del Post plantea que esa actitud de Hart en la vida privada le hace desconfiar de su fiabilidad en cuestiones de Estado. Claro que, ¿qué se impidió que aportara Hart si hubiera sido elegido presidente?
Se pone en cuestión a la prensa pero también los daños que suscita Hart. Al respecto, son espléndidas las secuencias que reflejan el desvalimiento de la mujer con la que se especula que mantiene una relación adúltera, Donna (Sarah Paxton), en especial las que comparte con una de las asistentes de Hart, Irene (Molly Ephraim). ¿En qué posición queda o cómo importa lo que afecta a Donna esa circunstancia?. Hart también prioriza el pulso con la prensa, porque no cree que enfocar en esa cuestión privada sea relevante, pero se despreocupa del desvalimiento de Donna, como si fuera una inevitable baja de combate, un peón sacrificable (doble: en cierto momento, Donna comparte con Irene cómo había luchado contra lo que representaba su belleza para los demás, no asociada con cualidades o capacidades intelectuales, y cómo había creído encontrar en Hart una sintonía que implicaba sentirse ella misma). También son excelentes las secuencias que comparte Hart con su esposa Oletha Hart (Vera Farmiga), en particular cómo las miradas y los gestos dicen tanto o más que las palabras que intercambian. En la secuencia final, Hart es una imagen en un televisor, una imagen que abandona el escenario político, y deja de ser imagen, mientras, sentado en la cama, es una figura en sombras que busca la mano de su esposa. Las sombras de las interrogantes son las que dominan una narración nada complaciente con cualquier perspectiva.

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