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domingo, 4 de noviembre de 2018
Obsession
Los celos pueden manifestarse como una explosión nuclear o como ácido corrosivo. Hay celosos que revientan como una bomba nuclear, arrasan con su infección, esa mezcla de cólera y furia en la que brota esa bestia nada civilizada que anida en la criatura humana. Aunque los hay cuya explosión es más medida, con silenciador, y cuentagotas (aunque contenga, literalmente, ácido), caso de la retorcida manera de matar al rival, al amante o flirteo de su esposa, por la que opta el doctor Riordan (Robert Newton), protagonista de la muy sugerente Obsession (1949), la segunda producción británica que dirigió Edward Dmytryk, tras la espléndida So well remembered (1947), cuando se encontraba en el foco de atención del Comité de actividades antinorteamericanas. Dmytryk fue uno de los Diez de Hollywood que se negó a testificar, pasando un tiempo en prisión. Pero decidiría, al fin, declarar y dar más de una veintena de nombres de los otros izquierdistas que, según él, le obligaban a introducir elementos de propaganda comunista en sus películas. Dmytryk parece que no tuvo la resistencia de Kronin (Phil Brown), el flirteo de Storm (Sally Gray), la esposa de Riordan, quien soporta un encierro, cual conde de Montecristo, durante algo más de cinco meses, en una habitación oculta (The hidden room, se tituló en Estados Unidos) en los subterráneos de unas ruinas, porque el crimen perfecto que tiene diseñado Riordan implica el paso del tiempo (que los medios se vayan olvidando de la desaparición de Kronin), a la par que la resolución de un detalle importante: cómo hacer desaparecer el cadáver cuando le mate.
Cuando aparece en escena el inspector Finsbury (Naunton Wayne), la despojada, en cuanto número de personajes, dramaturgia puede hacer pensar en la configuración cuadrangular de la posterior Crimen perfecto (1954), de Alfred Hitchcock (Alec Coppel, el autor de la novela adaptada, A Man about a dog, colaboraría con el cineasta en la segunda versión del guión de 'Vértigo', que sería desechada, como la primera de Maxwell Anderson, por Hitchcock), aunque, antes, ya desde su primera aparición, el personaje de Finsubry hace pensar, o anticipa, el personaje del inspector Colombo. De entrada, por su apariencia inofensiva, como poco intimidatoria (Riordan piensa, en primera instancia, que es un novato, y para nada un alto cargo, todo un superintendente). También, en alguna ocasión, realiza alguna pregunta que pilla a contrapié cuando parece que se va a marchar, y en otras deriva en excursos que crispa a quienes tienen las tripas agarrotadas por la tensión (hablar de cómo puede enseñarle lo grande que es Londres a la esposa, cuando están esperando si encuentran o no el coche de su marido).
Por añadidura, anticipa la estructura y configuración de los episodios de dicha serie. La presentación de la preparación de un crimen, de elaboración sofisticada, y la aparición posterior del investigador. Un asesino de cierto talante arrogante, que difícilmente parece perder la compostura o los nervios (a destacar también su afición a los trenes eléctricos), que no se espera que le pille en renuncio alguien de apariencia menos sofisticada (que parece salido de una tira cómica): Añádase que Naunton Wayne estaba asociado especialmente a la comedia, formando dúo con Basil Radford: ambos repetirían sus personajes de Alarma en el expreso (1938), de Alfred Hitchcock, en otras tres películas, e interpretarían a una pareja de similares características en ocho películas más, como el episodio de Charles Crichton en Al caer la noche (1945), o Pasaporte a Pimlico (1949), de Henry Cornelius.
El engranaje narrativo fluye con precisión ya desde la primera secuencia en el club, en donde la planificación, sin énfasis, se articula sobre el gesto preocupado, absorto, de Riordan que emborrona el irrelevante parloteo de los otros tres miembros que le rodean. A Riordan, tan metódico y previsor, en cambio, le pierden los pequeños detalles, lo pequeño, lo que desprecia quizá por insignificante. Siempre hay algo imprevisible, un perro, un gato, que alguien pulse un interruptor equivocado, o (irónicamente) un inoportuno giro coloquial que se te ha pegado y dices inconscientemente. Como también, demasiado tarde, uno parece darse cuenta de los propios errores, quizá demasiado tarde para beneficiarse de las enseñanzas que puede reportarte. Y es que los celos ofuscan el criterio y discernimiento hasta de la mente más metódica y calculadora. Un día parece que te despiertas y te das cuenta de que has estado gruñendo rebozándote en el barro como una figura sin rasgos en un cuadro de Bacon.
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