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miércoles, 7 de noviembre de 2018
Fresas salvajes
¿Cuándo se dejó atrás la vida el médico Isak Borg (Victor Sjostrom), protagonista de Fresas salvajes (Smultronstället, 1957)? ¿Cuándo sus facciones se desvanecieron en un gesto crispado que no era sino el anverso de la esfera de un reloj sin manecillas? La inminencia de una inexorabilidad, la salida del escenario de la vida con la caída final del telón, la muerte ( la jubilación como su prefacio, el paso a una sala de espera que ya es retiro de la vida), le enfrenta a lo que ya no podrá ser pero también, cuando vuelva la vista atrás, como si ya no hubiera un adelante, a lo que no pudo ser, o no fue capaz de ser, la trama del tiempo pasado que reaparece en su mente para devolverle el rostro del que fue y del que pudo ser tras las desdibujadas facciones de sus emociones, extraviadas, enquistadas en el reloj sin manecillas, que ahora palpita como un corazón al que comenzara a reanimar.
En su viaje en coche (en vez de elegir la opción más cómoda del avión) a Lund, para recibir el grado de Doctor Jubilaris por la Universidad, habita el tiempo, que no es meramente medida, una linealidad de manecillas que fomenta el olvido, sino interacción, ya que el presente arrastra pasados que fueron y no fueron y futuros que pueden ser : presente y pasado se entrelazan en una conversación que le hará verse en sus huellas, en su raíz, en lo que desperdició, en lo que le convirtió en un espectro en vida, en una simulación, en una rígida y meticulosa identidad crispada. Un reenfoque que ratificará sus últimos pasos en la vida como una celebración de la presencia que habita, conversa, con los otros, a los que quizás pueda influir para que no sigan sus mismos mustios senderos. ‘Nuestras relaciones consisten sobre todo en discutir y valorar cómo son los demás. Esto me ha llevado a renunciar prácticamente a cualquier tipo de compañía’, son sus primeras palabras. La constancia de su retiro y separación de la vida, de los otros, recluido en la vitrina, o cámara presurizada, de su Tarea (centro de su existencia): el argumento para la elección de una vida inmóvil. El trayecto en coche, el viaje, supondrá un movimiento hacia atrás que revele por qué se convirtió en alguien encerrado en sí mismo, un desplazamiento que le rescatará de su atasco para propulsarle de nuevo hacia un adelante.
Fresas salvajes establece una singular conversación fantasmal con el Cuento de Navidad, de Charles Dickens. Se podría decir que Borg es una variante del Scrooge dickensiano. En el viaje le acompaña el fantasma del presente, Marianne (Ingrid Thulin), esposa de su hijo Evald (Gunnar Björnstrand), de quien se ha separado por su reticencia a tener hijos, a fundar vida. Evald hace de su vida una réplica de la de su padre, porque, en buena medida, no quiere propiciar, recrear, su frustrada experiencia como hijo. Marianne es un fantasma del presente porque es negada como cuerpo, apartada como opción de vida, de generar vida; Evald ya se anuncia como alguien que se convertirá en aquel o aquello que rechaza, otra figura inmóvil como su padre (ese posible hijo futuro es el fantasma del futuro). Borg conversa con el fantasma del pasado, Sara (Bibi Andersson), la mujer que amó. Evocación y sueño se conjugan, se confunden, como Borg interactua con su propio pasado, en el mismo espacio, incluso en el mismo plano. Conversación, incursión, que a la vez se constituye en nostalgia de una Arcadia (El lugar de las fresas salvajes, traducción del título original de la película; en un sentido figurado, ese espacio ideal arrinconado, la armonía una vez soñada que incluso se escombró como añoranza). Borg escucha las conversaciones que nunca pudo oír, y que no dejan de ser residuos de una frustración no superada, el amor no realizado, ya que Sara eligió a su hermano Siegfried.
El tiempo son ciclos, repeticiones, leves variaciones. Otros rostros, parecidos escenarios, semejantes dramaturgias. En el viaje se unen a Borg y Marianne, tres autoestopistas, una chica y dos chicos. A ella le interpreta Bibi Andersson, la misma actriz que al amor pretérito de Borg, y también se encuentra escindida entre dos chicos. Si para Sara, Borg era un niño en cuerpo de adulto con talante denso y grave, que parecía ante todo vivir en su mente o en sus modelos morales, y su hermano alguien más descarado y vivaz, en los dos chicos del presente se corporeizan el racionalismo escéptico de uno (para quien al ser humano sólo tiene que importarle lo único real, y concebible, que no es una fantasía, él mismo y la muerte, y como conjunción, el absurdo) y el lirismo idealista del otro, quien aspira a ser Pastor de la iglesia (está convencido de que el ser humano no sabe convivir con el absurdo ni con la muerte, y necesita la fe en algo más allá que dote de sentido, y calidez, a su vida). No deja de ser elocuente que, cuando le piden su opinión, Borg responda con unos versos: como si fuera la sangre que manara de la herida que mantuvo grapada con su retiro de la vida.
En el trayecto se cruzan con dos modelos de pareja, primero con una pareja enquistada en los violentos reproches, como si fuera el eco de aquello en lo que derivó la vida de Borg, y, posteriormente, con una pareja más joven, una variante más luminosa, la del empleado de gasolinera, Henrik (Max Von Sydow), y su esposa embarazada, quienes, con sus sentidos agradecimientos por su labor pretérita como doctor en la zona, le enfrentan a la vida, más plena y radiante, por la que quizá podría haber optado. Dos relaciones que le confrontan con lo que fue y con lo que pudiera haber sido. Transfiguración: La rueda atascada en la que parecía sumida su vida (como la del coche fúnebre en una farola en el sueño inicial) se convierte, gracias a este viaje que es confrontación consigo mismo en el espejo del pasado, pero también con los reflejos del presente y los posibles futuros (la relación de su hijo), en una rueda que gira de nuevo como una sonrisa que despega las comisuras de sus entrañas. Todavía hay un adelante.
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