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lunes, 5 de noviembre de 2018
Cyclo
La imagen de unos pececillos boqueando fuera del agua, en la boca de uno de los protagonistas, podría condensar la entraña de este desesperado y bello poema, hecho de ternura dolida y furia, que es la coproducción franco-vietnamita Cyclo (1995), de Tran Anh Hung, y la condición de vida de los personajes que retrata, emblema de una ciudad, Ho Chi Minh city, en la cual la dignidad parece exiliada, como ya anuncian las palabras en off del padre de uno de los protagonistas, Cyclo (Le Van Loc), un chico de 18 años que se gana la vida con su ciclomotor taxi. Si su opera prima, El olor de la papaya verde (1993), ya se debatía entre la relación armónica con el mundo y su reverso, que deriva en el ensimismamiento y la crueldad, pero haciendo cuerpo narrativo de la fluencia armónica, Cyclo hace cuerpo de su opuesto, el desgarro, la desesperación. Su sinuosidad narrativa, alternando perspectivas y personajes, refleja el descentramiento o extravío de la vida de los que habitan la ciudad, una masa populosa indiferenciada que abarrota las calles.
Queda hermosamente reflejado en ese plano de un edificio en el que se perfilan las sombras de sus habitantes en las ventanas. Casillas indiferenciadas e intercambiables, como los mismos personajes en los que singulariza la atención de la narración. Tras ese plano se realiza un excurso, y no será el único a lo largo de la narración, que les equipara con los otros: planos de varios de los habitantes de ese edificio: son la multitud. Sublime será ese excurso posterior en el que El poeta y su amada se abrazan ante unos arrabales, y se sucede una serie de planos de niños. Esa ternura que parece desterrada de un inclemente ambiente de vida donde todo es válido para la supervivencia, empezando por desasirse de la dignidad. En ese plano de la fachada destaca una condición: la velocidad (la imagen está ligeramente acelerada): El presente de la vida de estos habitantes parecen ahogarles en un ritmo febril sin dirección, en busca de la mínima subsistencia,y dependientes los que se aprovechan de las necesidades ajenas. La dignidad no tiene cabida para respirar en tal ambiente de vida. Y el pasado sigue presente como un pasado espectral: el helicóptero que transporta un camión, y cae en la calle. La vida parece más bien una alucinación, en la que vagan espectros. Cyclo pierde su ciclomotor, su modo de vida, y para restituir el dinero (aunque se insinúe después que quien indujo a que se lo robaran pudo ser la misma Madame para la que trabajaba) deberá unirse a una pequeña banda criminal, enclaustrado, o recluso, en un piso, junto a unos peces en una pecera, porque él es uno de ellos. No hay escalas, todo se confunde.
El cabecilla de esa banda es El poeta (Tony Leung), siempre con un cigarrillo en la boca, y con un gesto sombrío, doliente, como si encarnara a la poesía que ha debido venderse a la crueldad. Además, está enamorado de la hermana mayor de Cyclo, (Tran Nun Yen-Khe, la que fuera protagonista de la obra anterior deTran Anh Hung, El olor de la papaya verde ), a la que El poeta paradójicamente induce a la prostitución, para su propia desolación: la bellísima secuencia al son de la canción Creep de Radiohead, que refleja como se siente un ser miserable; su violenta reacción acuchillando al cliente que laceró a su amada al descubrir que era virgen: un largo plano secuencia en una azotea que sigue las contorsiones del ya herido de muerte, un no movimiento en el vacío, al que asesta aún más cuchilladas el poeta, como si fueran los espasmos de su misma condición terminal: sabe que este acto le aboca al mismo abismo. Hay quien asoció esta obra con Pulp fiction (1993), de Quentin Tarantino, pero no puede estar más lejos el juego formalista de este de la descarnada desesperación, que late como un incendio, de Cyclo. O compárese la secuencia de tortura de Reservoir dogs (1991), sin que suponga descrédito para ésta (es de lo mejor que ha rodado Tarantino) con la sórdida crudeza de la de Cyclo.
Tarantino y Hung también confluyen en que en sus obras se puede rastrear la huella de Jean Luc Godard, manifiesto en el acto final de Cyclo, autoinmolativo, cuando se embadurna de pintura azul el cuerpo, como Belmondo en Pierrot el loco (1964), con un pez en la boca, porque como él se siente, boqueando sin aire, a la vez que en la calle, el hijo retardado de la Madame boquea mirando hacia el aire (mientras juega con un coche de bomberos, antes de ser atropellado por uno real: de nuevo, no hay escalas, la realidad arrolla), y El poeta se 'sacrifica', incendiando su casa, y pereciendo, desapareciendo, en el fuego, ya humo, porque humo era en la vida, una presencia espectral que parecía portar una pesadumbre irrevocable. El lirismo doliente, y a la vez catártico, lejos de cualquier afectación, en este prodigio de montaje alterno le acerca al cine fronterizo de Ray o Peckinpah, con esa admirable capacidad para combinar el detalle descarnado con la delicadeza más sutil y conmovedora. Humo de lo que no es, agua de lo que no logra ser, fuego que consume. En la siguiente obra, la también exquisita Pleno verano (2000), el agua es un elemento recurrente en la narración, como el abrazo. Llueve, y las calles parecen un caudal de agua en el que circula la gente. Una de las protagonistas observa unas estanterías con peces dentro de pequeñas peceras, separadas, como aquellas en las que parecen estancados los personajes mientras buscan esa sensación, esa relación, en la que sienten que residen, y que están junto al otro, junto a la misma vida, presentes. Cyclo es una obra de radical narrativa, cual aparente deshilachado puzzle, pura música interna sobre la fractura e intemperie vital.
La excepcional secuencia al son de la canción Creep de Radiohead
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