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miércoles, 28 de febrero de 2018
Ambiciosa
La novela que se adapta en ‘Ambiciosa’ (1947), de Otto Preminger, ‘Forever amber’ (1944), de Katleen Winsor, soliviantó a las mentes puritanas de Estados Unidos. Fue calificada como pornografía y prohibida en catorces estados. En Massachussets, el fiscal general se dedicó a contabilizar en la novela 70 actos sexuales, 39 embarazos ilegítimos, 7 abortos y 10 descripciones de mujeres desnudándose ante hombres. La autora replicó que no estaba especialmente interesada en describir escenas de sexo explicito. De hecho, los dos pasajes que más lo eran fueron suprimidos por el editor, es decir, convertidos en escenas eliptizadas (lo eliptizado estaba muy de modo entonces, añadiría, con sorna, la autora). La novela fue un gran éxito de ventas, y la Fox compró sus derechos. La primera versión del guión fue obra de Jerome Cady, y realizaron posteriores reescrituras Philipp Dunne y Ring Lardner, jr. Se le encargó la dirección a John M Stahl, pero al de 39 días se tuvo que detener el rodaje ya que la actriz protagonista, Peggy Cummings, enfermó de gripe (aunque puede que no la vieran como la interprete adecuada; Zanuck adujo que era ‘demasiado joven’).
Se recomenzaría tres meses después, lo que implicó que algunos actores fueran sustituidos por conflictos de fechas con otros rodajes (Vincent Prince y Reginald Gardiner por Richard Greene y George Sanders, respectivamente). Y Stahl fue reemplazado por Otto Preminger, quien ya había dirigido a la nueva protagonista, Linda Darnell, en ‘Ángel o diablo’ (1945), aunque parece que presionó, sin éxito, a Zanuck para que fuera Lana Turner. Preminger ya había sustituido a otro director en pleno rodaje, Ernst Lubitsch, cuando este sufrió uno de sus varios infartos, en ‘La zarina’ (1945), y lo haría de nuevo, posteriormente, en ‘La dama de armiño’ (1948), debido al fallecimiento de Lubitsch, aunque este caso no firmaría la película. Esta última y ‘Ambiciosa’ comparten un muy sugerente y elaborado trabajo en color de Leon Shamroy, autor también del de ‘Que el cielo la juzgue’ (1945), de John M Stahl. Son particularmente memorables los exteriores, por el contraste entre el cielo nublado y el esplendoroso verde del campo, de la secuencia del duelo a espada de Lord Carlton (Cornel Wilde) y el capitán Morgan (Glen Lanigan), que puede competir en belleza pictórica con otra secuencia de duelo, en ‘Guerra y paz’ (1956), de King Vidor. La película, aunque moderó su tono, tampoco se libró de que la oficina de censura Hays cuestionara la recurrencia de sexo ilícito y adulterio en la narración, y tras estrenarse fue calificada de inmoral y licenciosa (incluidas amenazas de boicot por parte de algún arzobispo).
La acción nos narra un proceso de ascensión social, el de una mujer ambiciosa, Amber (Linda Darnell), que quería disfrutar de los privilegios tanto materiales como de prestigio social, pero también, a la vez, de los del amor, el que siente por Lord Carlton. Y ambos aspectos entran en continua colisión. Como su pasión, trazada por los encuentros y desencuentros, entre reinicios, frustraciones y aplazamientos, a lo largo de varios años. Su nacimiento, en 1644, coincide con una guerra civil, la que implica el derrocamiento de un rey por las fuerzas puritanas comandadas por Oliver Cromwell. Un bebé abandonado de enigmática procedencia; aunque no importará demasiado; más bien esa incógnita arde como el ascua de quien quiere recuperar su posición de privilegio perdida. Su posibilidad de salir al mundo (de conquistarlo, en vez de acabar su vida nada más empezar a vivir casándose con un labriego) coincide con la muerte de Cromwell, y la restauración de la monarquía con Charles II (George Sanders) en el trono.
El Estudio quería realizar una obra que resultara una combinación de ‘Lo que el viento se llevó’ y ‘Duelo al sol’, y que repitiera el éxito de ambas. Pero su tono está lejos de ser tan desaforado. Sus intensidades están tamizadas por una irónica distancia sobre los diversos episodios de la vida de Amber desde que es una joven campesina que ve en un caballero recién llegado, Lord Carlton, tanto la posibilidad de salir de ese sumidero vital y poder acceder a la urbe (el espacio de las posibilidades), como la encarnación de un sueño (el del amor; el hombre apuesto que además debe ser rico). Su vida es un trasiego continuo por sobrevivir y hacerse un lugar, pero también ascender (teniendo como modelo a Barbara Palmer, la favorita del rey, el ejemplo de que se puede acceder a la cúspide social sin dinero ni títulos de nobleza). Un periplo que conlleva el nacimiento de un hijo, la estancia en la cárcel al ser estafada, ser cómplice de un asaltante, actriz de teatro ( lógico con su dominio de los escenarios de la vida), un compromiso matrimonial frustrado, un matrimonio de conveniencia, y sobrevivir a la peste. Entremedias, las ‘apariciones’ de un Lord Carlton que se dedica a pasar más años en la mar que en tierra, porque es poco entusiasta de las intrigas palaciegas. Lo irónico es que la imposible combinación de amor posesivo y alianzas sentimentales de conveniencias (compromisos o matrimonios) no harán más que complicar la posibilidad de la relación: Le pone en un brete a Lord Carlton, que se enemiste con el rey, porque siente celos de la dama a la que él quiere solicitar apoyo económico, que no es otra que la amante del rey. Aún más, le pone en situación de duelo a muerte con su prometido, como no le dirá, posteriormente, que está casada.
Resalta la sordidez o crudeza de ciertos de pasajes, como los de la prisión, o las magníficas secuencias relacionadas con la peste que asola Londres, y en concreto la dedicación de Amber por salvar la vida de un infectado Lord Carlton, que implica incluso pelea cuerpo a cuerpo con la curandera que quiere robarle. Y por supuesto, las secuencias con George Sanders, que son una película en sí misma (como él es un subgénero en sí mismo), con esa mezcla tan suya de desapego e ironía venenosa, y siempre acompañado de su corte de perritos que le siguen a todas partes. También es particularmente extraordinaria la banda sonora de David Raksin, quien había compuesto para Preminger la inolvidable de ‘Laura’ (1944), que destaca en transiciones como la elipsis que relata la fuga de la cárcel; sólo vemos la llegada en una calle brumosa de un carruaje del que Black Jack (John Russell) desciende con Amber en brazos. Y es que la admirable capacidad de síntesis y la precisión, como en la secuencia del nacimiento de su hijo, mediante un solo travelling que recorre la estancia y los rostros de los presentes, son otras de las grandes cualidades de una notable obra que no condena ni juzga, sino que describe unas contradicciones, la de todos los personajes, pero en especial, las de una mujer, Amber, que se mueve tanto por la ambición como por la mera supervivencia, como quiere alcanzar el amor sublime y también una posición, para lo cual no duda en usar de peón al mismísimo rey en uno de sus ardides. Claro que también Cromwell derrocó reyes antes, aunque Amber sea el reverso de su puritanismo. Si Cromwell fue considerado por algunos como un héroe y por otros como un dictador regicida, Amber es alguien que se enfrenta a un rígido estado de cosas, logrando alcanzar un privilegiado lugar, aunque también intentando imponer su voluntad a costa de otros, y desafortunadamente de quienes más ama, por lo que será derrocada en las ilusiones que más alentaban su vida.
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