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martes, 14 de julio de 2015
Amy
'Amy' (2014), de Asif Kapadia, se abre en dos direcciones, en la cara lavada tras la imagen escénica, en las contorsiones y forcejeos emocionales de un cuerpo en caída libre tras la máscara de líneas de ojos marcadas, extendidas como alas siniestras, y un tupé, un peinado compacto que asemejaba una coraza y un desordenado nido de vivaces pájaros, que definían los rasgos de estilo de un icono, una celebridad, Amy Winehouse, y las impresiones, reacciones e influencias de los que la contemplaban,como espectadores o representantes de los medios, desde la distancia, y de los que en la cercanía pretendían condicionar, dirigir y modelar, aparte de sustraer y absorber, como parásitos, el beneficio que lograran de su privilegiada posición de celebridad. Pero ¿Quién era y cómo sentía esa figura del escenario? Particularmente, no conocía demasiado su figura escénica, más bien nada antes de su fallecimiento. Por lo tanto mi acercamiento a la carne antes de la imagen ha supuesto otro trayecto al que supondrá para el espectador conocedor de su condición de figura escénica. Un trayecto desde la masa informe, la emoción en bruto, en proceso de formación, la imagen aún no diseñada, la adolescente que con dieciséis años ya luchaba para disimular su beligerante acné en los primeros conciertos, y cantaba con sus amigos en las fiestas de cumpleaños. La mujer desaliñada, aún sin los atributos estéticos que la identificarían, que se convirtieron en su seña de identidad, acompasada a esa voz de mujer adulta en una adolescente. Murió con veintisiete años, pero su voz parecía la de una mujer que hubiera ya recorrido cuarenta y siete de experiencia. Tony Bennett, uno de sus cantantes más admirados, la considera la más potente cantante de jazz que nunca escuchó comparable a Billie Holliday y Ella Fitzgerald.
Una de las virtudes de la aproximación a Amy Winehouse es cómo esclarece la correlación entre sus vivencias y las canciones que componía, una progresión emocional que se entrelaza en la narración como vibraciones de entrañas, y hasta salpicaduras de heridas, como en la grabación en estudio de Back to black, trozo de emoción desgarrada tras el abandono de Blake, el hombre que la cautivó, absorbió, arrasó y anuló, el hombre que retornó cuando se convirtió en una celebridad, el hombre por el que ella hacía cualquier cosa, incluso rasgarse con cristales la piel cuando él lo hacía. Y la caída libre en el consumo de drogas se produjo con su guía, un eficaz modo de anular su voluntad, de amplificar la dependencia con respecto a él. Se convirtió en el principal parásito que fue absorbiendo paulatinamente la vida de una mujer que vivía demasiado a flor de piel, con escasas defensas. Y no ayudó su padre, otro que retornó para su conveniencia, ya que la había abandonado de pequeña, a quien la condición de imagen célebre posibilitaba por extensión beneficios. Era una mercancia además de hija, y otras consideraciones, en ciertos momentos, eran subordinadas a esa notoriedad y ese beneficio. La sustracción y demolición y enajenación de la intimidad se fue conjugando con las condiciones implícitas de ser una figura escénica, ya que pierdes contacto con la realidad, con lo real, ya que hay alrededor tuyo un séquito o una tripulación de gente que facilita tu vida práctica y acrecienta la sensación de que vives en una burbuja, aislada. Y en una realidad sin contornos, como si estuvieras en medio de una luz quemada por un foco, pierdes la brújula, y más si junto a ti no hay el apoyo necesario, o no sabes advertir quién más bien te hace daño que aportarte luz o suministrar cálida lumbre. Y la embriaguez, fuera la cocaina, la heroina, el alcohol u otras sustancias tóxicas no se convierte en el refugio que esperas sino en la trampa de arena en la que te vas consumiendo y desapareciendo.
La realidad no es un escenario sino unas ruinas sin contornos aunque parezcan decoradas con muchas luces de múltiples colores. Y más allá los ojos de quienes te admiran en el escenario, de quienes te idolatran como una entidad, o de quienes, cuando advierten fisuras en la imagen, ejercen la irrisión o la corrosión, ya que te ven como una imagen diseñada, una figura privilegiada, no como un cuerpo que sufre o se contorsiona, y realizan la demolición inclemente de quien descubre con gozo la vergüenza o las carencias, los pies de barro, en la divinidad. Se evidencia, de ese modo, esa mezquindad humana del ciego admirador que se convierte más bien en alguien que avasalla porque la ve como una representación, una imagen admirada, anhelada, y por ello reclama su trozo de cielo en forma de autógrafo o de cualquier gesto fetiche en pago de su admiración, o sobre todo, de quienes intentan talar su posición elevada, su entronización, con la causticidad o el desprecio, cuando asoma debilidad en la imagen rutilante. La ven como una imagen, no como un cuerpo. Por eso, 'Amy' es una conmovedora inmersión en la desgarradura de ese cuerpo y una implacable radiografía de la mezquindad de quienes acechan alrededor de la imagen.
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