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jueves, 19 de junio de 2014

The invisible woman

'Un hecho maravilloso para reflexionar es que cada criatura humana está constituida para ser un profundo y secreto misterio para los demás'. Las palabras de Charles Dickens, con las que se abre, la espléndida segunda obra de Ralph Fiennes, 'The invisible woman' (2013), adaptación de la novela de Claire Tomalin por Abi Morgan ('Shame', y creadora de la excelente serie 'The hour'), serán demolidas, desgarradas, por partida doble. Por la réplica de esa mujer invisible a la que alude el título, Nelly (Felicity Jones), cuando, junto a su admirado Dickens (Ralph Fiennes), entre tiempos, en esa hora entre la noche que aún no termina, porque ha sido noche de celebraciones, y las primeras luces del día, esa luz que parece aún que bosteza, ambos, en un espacio intermedio, ante una ventana, ante un exterior y un interior que no son visibles en ese momento, porque algo se comienza a gestar entre ambos, un universo propio que permanecerá entre sombras como una luz que no logrará gestarse, desplegarse, del todo, ella le contesta, primero sin mirarle a los ojos, 'Hasta que ese secreto sea dado a otro para cuidar. Y entonces tal vez dos seres humanos puedan encontrarse', y entonces ella, con un gesto lento, pausado, con una expresión que palpita de sombras que anhelan ser luz, una mirada que da pasos en la oscuridad con el temor de ser arrojada al vacío y no ser acogida en brazos por la luz, la mirada de la enamorada, le mira y añade una pregunta que resonará como un filo ardiente durante toda la narración: ' ¿no lo cree?'. Esa será la demolición que realizará la propia narración, una obra que rompe continuidades estilisticas, una obra entre estilos, como entre miradas se teje, entre las miradas y emociones que se ocultan y las que intentan aflorar, entre la construcción y la quiebra.
Y entre tiempos, entre un presente que es un futuro fúnebre, postrado, y un pasado que no logró transformarse en presente continuo, en futuro de luz. La narración se inicia años después. Nelly es una sombra que da largos paseos por la playa, por la costa, un espacio intermedio, entre el mar y la tierra, entre las emociones que no lograron fluir, ni lograron afirmarse. Nelly habita un territorio movedizo, inestable, como la arena de las dunas. Vive a medias, como un espectro. Sus emociones permanecen invisibles, nadie sabe lo que sintió, lo que vivió, saben que conoció Dickens, pero no saben lo que se gestó entre ambos, y se interrumpió. Su marido alardea de que lo conociera, y abre la herida de lo que no se dotó de cuerpo. Un nombre no es una herida que no pudo cicatrizarse jamás, un nombre sólo evoca un accidente, lo que no logró doblegar una representación, un escenario. En un escenario, la mirada se transforma, la vida se ve, súbitamente, distinta. Dickens realiza los ensayos de una obra que ha co escrito con Wilkie Collins, y la breve intervención de Nelly sobrecoge su mirada, alumbra un silencio que es cambio de paso, asombro, una vida que puede nombrarse de otro modo, o para la que las palabras serán siempre insuficientes. Esa escena se repetirá en la noche del estreno, pero significativamente no la intervencion de Nelly, reservada para la secuencia final, porque esa emoción fue suprimida, abocada a los márgenes, a los silencios y las sombras: 'Esto es un cuento de la aflicción, esta es una historia del dolor. Un amor negado, un amor restaurado para vivir más allá del mañana. No creemos que el silencio es el lugar para ocultar un corazón pesado, recuerden que para amar y ser amado está la vida misma, sin la que seríamos nada'.
La vida de escenarios, esa vida instituida, de relación marital insatisfactoria para Dickens, se reflejará en un estilo reminiscente del relato clásico, el relato sin fisuras aparentes (como en la iluminación de elaborado refinamiento pictórico), que será progresivamente desgarrado, de modo progresivo, como un telón que no logra sostenerse, a medida que se consolide el amor entre Dickens y Nelly, por puntuales secuencias impresionistas, con vacíos de sonido, rupturas de planificación que anuncian otra posible configuración de realidad que no se consolida, como la inmersión en los oscuros bajos fondos, un pasadizo de rostros lúgubres que ya insinúan cómo la vida escénica de Dickens comienza a desestabilizarse. Cuando el fulgor de ese amor parece encontrar, pasajeramente, una hendidura que dote de futuro y luz a su relación, como un proyector que pudiera materializar su amor en la realidad, la narración se abre a la naturaleza, con esa táctil cualidad extraída del cine de Malick. Y un accidente ferroviario será vivido como si unas emociones fueran seccionadas, como si aquella mirada que le interrogaba desde la oscuridad que anhelaba ser luz fuera desalojada y arrojada por la onda expansiva de un escenario que no permite un amor que no encaja en el repertorio. Y aquella interrogante colisiona con la respuesta de quien no lo cree, de quien se repliega en su derrota, y sume en las sombras a la mirada que aportó luz a su existencia. Y las grandes esperanzas se tornaron tinieblas y abismo, un limbo entre la vida y la muerte que es condena, donde permanecen cautivas Nelly o Miss Havisham.

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