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viernes, 13 de diciembre de 2024

El gran Lebowski

 

Matojos arrastrados por el viento, como las voluntades que se dejan llevar por la inercia, miradas perezosas que no saben que son bolas que se lanzan sobre unos bolos, aunque piensen que son quienes los lanzan y derriban, cuando su vida no es sino un círculo, un círculo de rutinas, una serie de rituales que ruedan sobre sí mismos. Narradores que se van por las ramas, y se pierden, como si el sentido siempre derivara en callejones sin salida, en circunloquios que giran sobre la nada. Quizá no haya direcciones. Desde su primera película, Sangre fácil (1984), no han faltado en la obra los hermanos Coen los callejones sin salida, literales o figurativos, como las miradas que se hacen una visión de la realidad que no se corresponde con lo que sucede, porque su ángulo es insuficiente, y su interpretación puede ser errada. El principio de incertidumbre: una espesura en la que las proyecciones y especulaciones y deseos y limitaciones de cada mirada interfieren en el discernimiento. Unos barrotes (de luces y sombras), como se reflejaba en la secuencia en la celda de El hombre que nunca estuvo allí (2001). Resultados: Manténgase a la espera, porque las interrogantes seguirán sucediéndose, y quizás algo se esclarezca, aunque quizá sea por accidente. El azar es una cuestión extraña. Hilas, manipulas, conspiras, pero siempre puede haber un elemento con el que no cuentas. Círculos, das vueltas sobre ti mismo para llegar al punto de partida, si es que hubo una partida. En el cine de los Coen también abundan los círculos: El cero, la elipse sobre la que gira la tierra, el movimiento del hulahoop, un platillo volante, un tapacubos, el sinsentido. Identidades, posiciones, unos tienen muchos hijos, otros no pueden, ¿por qué ellos sí, y tú no?¿por qué no vas a usurpar lo que otros tienen en exceso?

Te llamas Lebowski pero igual eres nada o nadie, alguien cuya vida se arrastra entre boleras y porros, o algo o alguien, un hombre rico que parece disponer de todos los lujos. Aunque quizás todos sean apariencias, que ya se sabe que suelen estar envueltas muchas veces entre marañas y cortinas de humo. El gran Lebowski es una variación alucinógena y satírica de la poesía fronteriza de las novelas de Raymond Chandler. Quizá es que no encaje mucho la poesía con esta sociedad del bienestar bien representada, como ya señaló Jean Baudrillard en América, en los supermercados, los parques de atracciones y centros comerciales. Y El Nota, Dude, o sea Lewobski, el pobre (Jeff Bridges) nos es presentado en un supermercado, una figura desharrapada que olfatea un cartón de leche para comprobar si está caducada, cuando quien parece caducado, fuera de tiempo o de lugar, es él. Por eso es el idóneo reflejo de su tiempo. Aunque mejor será empezar con otros reflejos, los que nos llevan hacia el pasado. En su momento, en los cuarenta, se convirtieron en leyenda los comentarios acerca de la difícil adaptación de El sueño eterno de Raymond Chandler, por parte de Howard Hawks y colaboradores, porque no lograban tener la visión de conjunto completa de aquella complicada trama, de aparentes flecos sueltos, en donde había crímenes que no se sabía quién había realizado. Quizás las obras de Chandler nos enfrentan a las limitaciones de nuestras miradas, como el cine de los Coen. Por eso resulta esquivo su cine, como si nos encontráramos ante superficies opacas, aunque graciosamente animadas. El sueño eterno, de Chandler, es precisamente una narración en circulo, en la que Marlowe se encontraba al final del sendero con su propia finitud, encañonado por la asesina de quien había matado al desaparecido que buscaba. Una forma de decir que buscaba a su muerte, o más bien a su inapelable finitud. Un trayecto en el que se había encontrado con una imprevista atracción, la que siente con una mujer que no era sino la esposa del desaparecido (aspecto que desaparece en la adaptación cinematográfica). El magnate que le encargaba la investigación iba en una silla de rueda, cual dios inmovilizado en su invernadero de plantas. También está impedido el Lebowski rico (David Hiddleston) que le encarga al Lebowski pobre, o sea el nota, que realice el intercambio de dinero con los secuestradores de su joven esposa.

El Nota es una figura desaliñada, que vive en los márgenes, en su ombligo, en una bolera, un resto de una actitud contestataria que se ha apartado en la periferia, es el reflejo perfecto de unos tiempo, porque es el reflejo de una voluntad despreocupada de la realidad, que ya no cuestiona nada ni interviene ( y menos combate), que se deja manipular por el poder, ese que crea guerras que son películas como la que entonces proyectaba el gobierno de Bush con Saddam (tan falsas como las que genera el Lebowski rico para enriquecerse de un modo solapado con la excusa que le da un secuestro). Lebowski vive ajeno a esas proyecciones, sólo mira sus bolos, su pequeña realidad que gira en círculos, un presente en suspensión, como su amigo Walt (John Goodman) vive en el pasado, el de Vietnam, como si aún viviera encajado en aquel tiempo, un sueño de posibles, de autoengaños, como también se refleja en cómo siempre se pliega a cuidar el perro de su ex. Es la mentalidad que siempre verá amenazas en cualquier lado, como los que parecen nazis pero no son sino nihilistas alemanes que fueron un grupo de techno pop como Ultravox. Las amenazas de fuera siempre dan sus réditos sugestionadores (y de eso se aprovechan Bush o Lebowski, rico: los malos son los otros).

Walt piensa que domina y controla la realidad pero no hace sino meter la pata una y otra vez en los boquetes de un escenario que se monta él solo (como el cowboy narrador, residuos de un mito extraviado, de un pasado descascarillado, se pierde en el hilo de su discurso). Escenarios absurdos, reflejos: la representación teatral del casero del nota, que se desenvuelve en el escenario como una figura absurda de movimientos desencajados, sin propósito. Como en las narraciones de Chandler la espiral y el círculo se enredan, callejones sin salida, desvíos, excursos hacia la nada, derivas. Apariencias en abismo ¿Hay un secuestro realmente? ¿Hay un dinero, el del secuestro, que recuperar? Todo comienza con una alfombra en la que han orinado unos que han confundido a Lebowski con quien no es. Quitarle su alfombra es como quitarle la superficie mullida en la que permanece dormido cual Rip Van Winkle: sobre la alfombra cierra los ojos, y vuela, escuchando el embriagador sonido de la caída de los bolos. Hay dedos cortados de pies que no son de quien se cree. Cenizas que se tiran contra el viento. Un chulo de bolera, Jesus (John Turturro), que fue acusado en el pasado de pederasta y que baila al son de los Gypsy king en uno de los excursos más ingeniosos que ha deparado el cine. Hay algún que otro sueño, o quizás lo sea toda la película en sí misma. Todo será incierto, y quizás no seamos más que matojos zarandeados por el viento de los deseos y los sentimientos e instintos, cual caballo encabritado que no hay cowboy narrador demiurgo que controle, pero...no sé, se me ha ido el hilo. Al menos, sabemos que el Nota sigue por ahí, o por aquí, o eso es lo que hace falta pensar para que la sonrisa aún se dibuje en nuestra mirada. Porque esto no es una bolera, o eso creo.

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