La vida se puede volver del revés de modo más imprevisto. En un momento pasas de ser un espectador de la vida a un protagonista escénico. Dejas de ser un hombre anónimo para convertirte en alguien perseguido por la policía acusado de un asesinato que no has cometido. De qué modo tan fácil pueden pensar los demás que eres lo que no eres. Esto es lo que nos narra, con proverbial dinamismo narrativo, sin un momento de respiro, 39 escalones (1935), de Alfred Hitchcock, adaptación por parte de Charles Bennett e Ian Hay de la homónima novela, publicada en 1915, de John Buchan. Si en la representación a la que asiste, en la primera secuencia, Hannay (Robert Donat) pregunta a Mr. Memory (el hombre que todo lo recuerda, o que sabe demasiado) qué distancia hay entre Winnipeg y Montreal pronto descubrirá la tenue distancia que separa entre ser inocente a parecer culpable. La suspicacia es una tendencia muy arraigada en el ser humano, y complicado es superar las equívocas apariencias. Como también el ser humano demuestra que es una criatura fácilmente sugestionable. Con respecto a lo primero, un granjero, John (John Laurie) piensa que va a seducir a su esposa, Margaret (Peggy Ashcroft). Con respecto a lo segundo, unos ciudadanos piensan que es un político que viene a dar una conferencia sobre la lucha por la igualdad. O Pamela (Madeleine Carroll) pensará, desde el primer momento en que se crucen, en un vagón del tren, que es un asesino aunque él diga que no lo es, por lo que le delatará ante los policías; por mucho que él, también en su posterior encuentro, intente varias veces convencerla de que es inocente, ella no le cree (variará de opinión, por fin, cuando escuche a los perseguidores corroborar lo que dice Hannay). Sin duda podemos parecer lo que los demás quieren que anhelan que seamos o temen que seamos (o lo que dice la mayoría o indican los medios).
No es de extrañar que los escenarios transmitan sensación de encierro o de intemperie, sea la urbe (esa imagen de dos figuras detenidas en la calle, en la que casi no hay otro signo de vida, que parecen observar el edificio de Hannay), o la naturaleza, apresada por la bruma (como la que puede afectar la percepción del discernimiento de ciertos personajes), o por la inhóspita intemperie (la figura empequeñecida de Hannay huyendo en los páramos escoceses). Este es un viaje, un desplazamiento no sólo exterior, en el que quedará constancia, con mordaz ironia, qué frágiles son las apariencias y qué poco discernimos de los demás. De hecho, un mapa parece indicar una dirección a tomar cuando realmente es una advertencia, es el lugar precisamente que indica donde reside el antagonista, es decir, la amenaza. Hannay descubrirá la paradoja de que dos personas se conocerán realmente, confiarán y hasta se enamorarán cuando pasan el trance de estar esposados, como le ocurre con Pamela (Madeleine Carroll), con quien compartirá noche en una fonda, y cuya relación vivirá, en un corto lapso de tiempo, una Odisea que implica el vértigo del paso de la desconfianza o sospecha a la confianza cómplice que es amor entregado: el plano final es el de sus manos entrelazadas (en la de él cuelgan las esposas), tras que, cerrando círculo, se haya resuelto el equívoco, que pendía como amenaza sobre Hannay, en otro espacio de representación, un teatro, ahora desentrañado (de hecho, el primer plano de la narración es el del brazo de Hannay comprando la entrada en la taquilla). El escenario deja lugar a la emoción.
39 escalones, además de una jubilosa celebración de la narración y otra aguda digresión sobre una movediza realidad, que tiene mucho de escenario, asentada sobre lo incierto y lo equívoco y los desajustes entre discernimiento y percepción, transpira el sabor de lo que se agitaba entonces, el auge del nazismo, los tratados diplomáticos con Inglaterra, convirtiéndose en una solapada pero encendida llamada de atención por lo que se gestaba. Para los inflexibles sectarios que siempre dicen que es mejor el libro que la película, señalar que figuras como Mr Memory, el recurso del mapa o el detalle del misterioso hombre sin un meñique, así como los dos personajes femeninos fundamentales y casi todos los golpes de humor, no provienen de la novela de John Buchan sino que son ocurrencia de la adaptación, guionizada por Charles Bennett. 39 escalones, por otra parte, estableció un molde narrativo, que el mismo Hitchcock desarrollaría en otras variaciones de hombre perseguido, acusado, que a la vez busca, y se desplaza por diversos lugares, sea Inocencia y juventud (1937), Sabotaje (1942), en ambos casos le acompañará una chica, o Con la muerte en los talones (1959). Un trayecto que, por su constitución de diversos encuentros, se torna en sucesión de diferentes breves películas. En 39 escalones, los veinte minutos inciales se centran en el conflicto en el teatro de variedades cuando un par de disparos provocan que la gente salga corriendo y que Hannay conozco a Annabella (Lucie Manheim), quien le hablará de la organización secreta, vinculada con Alemania, Los 39 escalones, y que será acuchillada a la mañana siguiente (es espléndido el plano en el que una mujer descubre su cadáver: sobre el suelo se perfila la sombra del cuchillo en su espalda; el grito de la mujer se une con el pitido del tren en el que huye Hannay). Posteriormente, la fuga del tren; el encuentro con la pareja que vive en la granja; la visita a la mansión en la que descubre que el dueño es precisamente el jefe de la organización 39 escalones; el episodio del mitin político, mientras fuera la policía le busca y es reconocido, y de nuevo denunciado, por Pamela, aunque no sabe que lo está haciendo a los perseguidores, que se hacen pasar por policías; la huida y posterior estancia en el hotel, cuando por fin ella se dará cuenta de su error; y la conclusión, de nuevo, en el escenario teatral. Breves películas que componen una admirable narración definida por la cohesión, la inventiva y el dinamismo.
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