Cartas a mi amada (Love letters, 1945) de William Dieterle, con guion de Ayn Rand que adapta la novela Pity my simplicity, de Chris Massie, fue el primer proyecto, como productor, de Hal Wallis en la Paramount, tras haber sido jefe de producción de la Warner. Pidió David O'Selznick que le prestara a Jennifer Jones y Joseph Cotten (tras que Gregory Peck rechazara la propuesta porque había rodado un año antes Recuerda, de Alfred Hitchcock, en la que la amnesia también era cuestión clave), así como a Dieterle. Sería la segunda ocasión en que Cotten y Jones coincidían en una película, tras Desde que te fuiste (1944), de John Cromwell, y la primera en la que serían pareja romántica, circunstancia en la que reincidirían en la extraordinaria Jennie (1948), de William Dieterle. Entremedias, coincidirían de nuevo en Duelo al sol (1946), de King Vidor. Cartas a mi amada está envuelta en los velos de una atmósfera de misterio, entre la indescifrable condición del destino y la brumosa presencia de unos decorados, transposición no sólo de un pasado enigmático sino de una mirada que anhela materializar los fantasmas de su deseo. En las primeras secuencias, en el frente, durante la II Guerra mundial, Alan (Joseph Coten) escribe, cual Cyrano, para un compañero, sus cartas de amor. Pero él mismo se está enamorando de esa mujer por cómo se expresa en sus cartas. Pese a que está prometido, con esas cartas logra expresar unas emociones que siempre había anhelado expresar a una mujer que sintonizara con esas emociones. Escribir esas carta es como materializar un sueño, aunque sea parcial, ya que la autoría la firma su amigo. En cambio, al compañero no le importa la falsedad de cómo se está representando, las cartas son un mero instrumento para seducirla, y da igual si no corresponden a su propia voz. En cambio, Alan le indica que no siga con ese intercambio de cartas porque ella, cuando se conozcan, advertirá la disonancia entre cómo es él y la escritura de las cartas. Al volver del frente, Alan, aun prometido, no supera ese amor que ha sentido por un fantasma encarnado en unas palabras que siente sinceras. Siente próximo el yo intimo de esa mujer. Como una conmoción paralela a la sufrida por los combates, una ilusión que contrasta con las heridas de las que se recupera. Descubrirá que el compañero murió, y en principio también cree que ella, cuando visita la casa donde vivía, cerca de la casa en la que él se ha asentado, una casa que parece fuera del tiempo, en permanente oscuridad circundante. Más aún, se dice fue asesinado, y quizá por ella. Alan se siente responsable ya que cree que todo fue resultado de la decepción que sufriría ella al saber que su compañero no se correspondía la persona con quien había escrito las cartas. Pero pronto tomará consciencia de que Victoria sigue viva.
El destino, las coincidencias, el azar, entrarán en juego. Ambos se habían conocido, en una fiesta, sin saber quiénes eran el uno y el otro. Pero cuando Alan descubre que quien se presenta como Singleton es Victoria (Jennifer Jones), la mujer de las cartas, descubre también que ella, después de aquellos trágicos acontecimientos, perdió la memoria. De la misma forma que se enamoró de sus palabras, Alan se enamora de esta mujer que no recuerda su pasado, como si fuera una mujer distinta, una mujer casi recién nacida, y que por eso puede comportarse espontáneamente, y expresar y declarar sus sentimientos de modo tan directo y sin vergüenza hacia él. Ella, sin saberlo, siente hacia él lo que había sentido con aquellas cartas. Pero ¿Recordar quebrará este lazo de amor verdadero que se ha creado, y que ambos habían sentido con sus cartas? ¿Pesará demasiado el sentimiento de culpa de él por las consecuencias trágicas que provocó con sus cartas, la decepción sentimental de ella con respecto al hombre que no era quién creía que era? ¿Descubrirlo para ella se convertirá en un lastre demasiado gravoso para poder amar de nuevo? Su relación se afianza sobre una circunstancia singular, por cuanto a la vez que él desea que ella recupere la memoria, que sane, teme que esa recuperación perjudique su continuidad. Y mientras, por otra parte, ella teme que él añore demasiado el amor por otra mujer, de la que sabe el nombre, aunque sin saber que es el nombre de sí misma que no recuerda.
Dieterle dota, con la excelente dirección de fotografía de Lee Garmes, de una tenúe atmósfera de misterio, de deslizamiento en una realidad de duermevela, en el que la posibilidad del amor puro contrasta con la violencia, no sólo de la guerra que Alan ha vivido, sino con las mezquinas actitudes que enmarañan y nublan (como los decorados del film, sobre todo el de la casa donde ocurrió el crimen, espesura emponzoñada de sombras), con sus falsedades y egoísmos, las relaciones, una realidad inestable y frágil entreverada por el vaho de las ilusiones que desean hacerse cuerpo. Las incógnitas se desvelarán, como las sombras que exudan turbiedad y se irán adueñando de la obra se difuminarán, como ese hermoso premonitorio plano, tras que ella se haya roto el tacón de un zapato, que encuadra el pie de ella recomponiéndoselo y la cámara asciende para que apreciemos cómo se están dando su primer beso. Perdieron pie, cautivos de ausencias, hasta que se hicieron presencia por un perseverante apoyo que no tuvo miedo de las brumas lo incierto. Al fin y al cabo, lo que sentían con las cartas se había visto corroborado por lo que sentían de viva presencia.
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