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miércoles, 2 de octubre de 2024

Un héroe muy discreto

 

La Historia está tramada por la versión oficial, por las conveniencias de los que la determinan, del mismo modo que muchas historias individuales se entretejen sobre la conveniente versión de nosotros mismos. O somos como nos presentamos a los demás. Un héroe muy discreto (Un heros tres discret, 1996) ironiza sobre ambas cuestiones entrelazadas. El protagonista, Albert (Matthieu Kassovitz), en cierto momento, expresa que es más interesante la vida que nos inventamos. Y la narración es introducida como si fuera un documental, con entrevistas a algunos de los protagonistas de la narración, décadas después, combinadas sus intervenciones con imágenes documentales del periodo previo a la guerra, y durante el conflicto bélico. Además, como singular ocurrencia que expone la tramoya de representación de la narración, se intercalan durante la narración planos de los músicos que interpretan la música de Alexandre Desplat compuesta para la banda sonora. La evocación se inicia con la infancia de Albert, y destacando su capacidad imaginativa o tendencia fabuladora. La madre habla sobre su desgraciada vida pero él está preocupado por sus fantasías con sus soldados de juguete, como si vivieran un enfrentamiento en una contienda bélica, de la misma manera que su madre pretende imponer su versión de la muerte del padre en combate que por cirrosis. Durante la real contienda bélica sigue viviendo más allá de la realidad, con su matrimonio con Yvette (Sandrine Kiberlaine), a la que conoce durante un bombardeo y a la que se presenta como escritor, y su trabajo como comercial, que le consigue su suegro. Si es un país ocupado o no es una cuestión que no parece afectar a su vida, aunque en alguna ocasión se encuentre accidentalmente con unos integrantes de la resistencia que acaban de matar a unos alemanes en la carretera. Cuando concluye la guerra se da cuenta de que no es nadie porque no puede compartir la misma alegría ya que él no combatió. Se siente nada, un fracaso. Por lo que decide romper con todo, incluso abandonando a su esposa, y reescribir su vida en París.

Tras su contacto casual con un importante, y sombrío, cabecilla de la resistencia, El capitán (Albert Dupontel), mientras pide dinero bajo la lluvia a la entrada de un club, decide poner en marcha una representación. Se construirá una nueva identidad tras realizar un ímprobo trabajo de documentación y consiguiente memorización cual actor que se prepara para un pape. Será nada menos que la de una importante figura de la resistencia. Y todos le creen, porque somos como nos presentamos, y las relaciones se establecen sobre la mentira y la conveniencia, y nadie quiere negar que conoció a alguien que le dice con convicción que se conocieron en el pasado (y con tal dominio del detalle de la circunstancia y contexto que lo hace más creíble). De indigente a portero en un club y después militar, y de modo específico, teniente. Albert escalará posiciones en la jerarquía militar, incluso teniente coronel, otorgándosele cada vez mayores responsabilidades dado que no pertenece a ninguna camarilla pero cae bien a todo el mundo. Audiard juega con la construcción del relato, ironizando sobre la mentira y la representación, mediante una vivaz e ingeniosa deconstrucción de la realidad como artificio e invención. La ironía es que con la irrupción, o aparición, en su vida del amor, el sentimiento verdadero, será cuando esa meticulosa representación verá descubierta su escenario. Cuando está interpretando al teniente coronel al que le han ascendido para dirigir las operaciones psicológicas en la Alemania ocupada, en Baden-Baden, se reencontrará con Servane (Anouk Grinberg), a la que precisamente había conocido durante una cena la noche en la que le notifican su ascenso.

En Baden-Baden se confronta con dos circunstancias que desestabilizarán su representación. ¿Cómo puede seguir fingiendo si se ha enamorado de alguien, y eso implica compartir cómo es uno, qué se siente y piensa? Pese a que no afecta a su amor cuando él corrobora la impresión que ella tenía, incluso desde que lo conoció, la ficción y lo real entran en colisión. Y su remate será cuando se confronta con el hecho, en primer plano, y no en la distancia de la ficción, de la muerte, cuando tenga que ordenar la ejecución, en el bosque, de siete franceses que colaboraban con los alemanes. Será cuando decida entregarse, porque ya no puede seguir fingiendo. El amor y la muerte subvierten las representaciones. Pero la narración de esta magnífica segunda película de Jacques Audiard concluye con una apostilla irónica, con varias declaraciones de amigos o colaboradores, años después, que hablan de Albert como alguien que hubiera intervenido, de modo decisivo, en distintos escenarios de conflicto durante décadas. Audiard sigue la estela de Bertrand Tavernier, pone en cuestión la versión oficial de su país, y cómo se camuflan las miserias cuando se ha convertido en vencedor y por lo tanto puede manipular la versión de la historia omitiendo los episodios sangrantes. El juego de representaciones alcanza una irreverente dimensión en la que la visión poliédrica en distintas direcciones pone en evidencia la impostura de las construcciones de realidad.