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miércoles, 11 de septiembre de 2024

Sangre fácil

 

El recurso espacial de la calle sin salida, sin dirección, donde vive Ray (John Getz), en Sangre fácil (Blood simple, 1984), extraordinaria opera prima de los Hermanos Coen, se constituye en emblema de la trama enmarañada y equívoca que se desarrolla en la narración. Como ese ventilador que gravita sobre la cabeza de los personajes, constante, indiferente. La amenaza de un destino silencioso e inextricable que puntúa la ausencia de sentido (tanto en el movimiento de los personajes, en su no desplazamiento, como en la progresiva y letal complicación de las situaciones que derivan en tragedia para tres de los cuatro personajes protagonistas implicados, el ciego cuadrilátero) de lo que acaece en la narración. Y que en los diálogos tiene su explicitación: 'Me gustas, pero lo nuestro no tiene sentido' le dice Ray a Abby (Frances McDormand) cuando se gesta su relación amorosa. La introducción de la película nos presenta un paisaje, un contexto, el de Texas, que habitan los personajes, o que les habita a ellos. Desde luego, los representa. Paisajes desolados, nublados, como la mente de los personajes. Paisajes áridos, dominados por figuras metálicas, como las perforadoras petrolíferas (las perforadoras de la codicia, la posesividad, la desconfianza). Un paisaje que refleja un espacio no incitador a la solidaridad, ni a la cercanía afectiva y comunicativa. Un espacio, corrompido, anegado por la basura, ejemplificado en el bar del marido de Abby, Julian (Dan Hedaya), lugar de sórdidas maquinaciones y muerte. O el incinerador de basura que hay tras el bar: materialización de la pulsión ávida que domina y consume ciegamente a los personajes (la sangre fácil, el instinto). Saben lo que les gusta y lo que les hace sentirse mejor, pero no se enteran de nada ( a veces, ni quieren). 'Nunca se notan las cosas, cuesta saberlas, hasta que se dicen', dice Ray. Sus vidas están señaladas por un callejón sin salida en el que están atrapados. Sus relaciones están dominadas por el equívoco y el malentendido. Nadie tiene una visión global de las cosas, y aún más, todos están, desde su posición relativa, determinados por la suspicacia y la desconfianza. Todos piensan lo peor. Todo se enmaraña.


Abby y Ray nos son presentados en un viaje nocturno en coche. Planos de la carretera en precipitación, levemente iluminada por los faros, nos anuncian su siniestro destino (por la limitación de su mirada). La planificación de su conversación, de espaldas a la cámara, refleja su relación aún no frontal (a la vez que anticipa la ofuscada percepción mutua posterior). Será en ese trayecto cuando reconozcan mutuamente que se sienten a atraídos por el otro. Y, por un instante, piensan que les siguen, cuando se detienen y el coche detrás permanece unos segundos tras ellos (y de hecho es así, ya hay un ojo que les observa sin que lo sepan). Realizan un viaje, la historia que se nos va a narrar, que les va a sumergir en la noche donde nada se distingue, donde los personajes, ciegos en su recelo, son incapaces de discernir. Todo lo interpretan erróneamente, y a la vez ignoran que son observados y que son objeto de manipulación. La carretera, paradójicamente, señaliza un no-movimiento. No deja de ser irónico otro recurso espacial, también paradójico, si lo enfrentamos al del callejón sin salida, como es el de los grandes ventanales en las casas tanto de Ray como de Abby (la que compra tras abandonar a su marido, y que escasamente amueblada refleja la independencia aún precaria). Su recurso significante alude al carácter expuesto, vulnerable y amenazado de los personajes, a la intemperie vital que habitan. Visibilidad que contrasta con su ceguera, incapaces de ver más allá de sus narices. Y alusión, también, a ese off permanente que pende sobre la vida de la pareja de amantes: la amenaza del marido, y el ojo secreto (private eye), que, crucialmente, ambos ignoran, del conspirador en las sombras, el detective (M Emmet Walsh).

Habitaciones oculares para dos personajes que no saben ver. Ambos desconfían del otro. Creen que al otro le mueve la codicia: Ray cree que ella ha matado a su marido (ya que el asesino, el detective, ha usado la pistola de ella) y que le utiliza a él, aprovechándose de su pasión, y Abby creerá (cuando descubra el despacho desordenado, por los intentos del detective por encontrar el mechero que extravió) que Ray ha robado a su marido: Ninguno comparte sus dudas y recelos. Cuando Ray descubre las fotografías manipuladas que simulan la muerte de ambos, con las que engaña el detective al marido haciéndole creer que les ha matado (cuando les había hecho las fotografías dormidos, y luego manipulándolas con aparente sangre sobre sus cuerpos), y que a la vez el segundo esconde sin que el primero lo sepa, comienza, por fin, a entrever una amenaza, aún invisible y no conocida. Por eso, irónicamente, muere cuando Abby enciende la luz en su apartamento. Ray está a oscuras, mirando al nocturno exterior (no sabe qué hay más allá, es a lo más que llegan los personajes, como quedó anunciado en la comentada secuencia introductoria de la pareja en la carretera dominada por la oscuridad). Cuando Abby llega, enciende la luz, y él le dice que la apague. Pero ella desconfía de Ray, y le teme. Por lo que, incapaz de ver, ciega en su recelo, la vuelve a encender, lo que posibilita que el detective dispare a través del ventanal, matando a Ray. Ella apaga la luz. Pero sigue sin ver. Porque piensa que es su marido quien ha disparado. Porque aún piensa que está vivo. Como el detective piensa que alguno de ellos tiene su incriminador encendedor (sin haberse percatado de que lo dejó en la mesa de Julian, bajo los peces que había pescado: la escurridiza materia de la realidad)

Manipulación, codicia, desconfianza, equívocas apariencias y subjetividades limitadas como fatal entramado de un sinsentido, desembocan en su espacio manifiesto: una letrina. El sórdido cuarto de baño donde encuentra la muerte el detective. Su muerte ha sido absurda e inútil. El azar (la pérdida de su encendedor), la desconfianza (el conspirador piensa que los otros conspiran: es su fatalidad) y los equívocos (descubre que ella le ha matado pensando que es su marido, lo que significaba que no sabía que había muerto, y que, por lo tanto, no tenía el encendedor) son su irrisoria perdición. Esta comprensión suscita, en primera instancia, su carcajada (es un personaje que se ha reído mucho a lo largo de la narración; una cordialidad falsa y emponzoñada), pero segundos después no le encuentra la maldita gracia a la broma del azar. Nada tiene sentido en la letrina de los corazones corrompidos. Su gesto se transforma en una mueca de horror y perplejidad ante aquella gota que pende sobre él como la espada de Damocles. En el cine de los Coen el empleo del plano picado (incluso, del cenital), incide en evidenciar la insignificancia de los personajes en contraste con su vanidad o prepotencia, sus maquinaciones y codiciosas aspiraciones. Aquí no sólo el del detective agonizante en el suelo del baño, sino el del malherido marido en la trastienda del mar con el ventilador como figura interpuesta. O el de Ray en la inmensidad del sembrado donde ha enterrado vivo al marido (porque piensa que lo ha matado Abby; la está encubriendo), y al que ha rematado (irónicamente, de nuevo) en la carretera ante los faros de su coche. Un espacio, significativamente, roturado, marcado. Un sembrado cuyo abono es la muerte. Y su fruto. Un espacio donde destaca una casa aislada en el paisaje. La promesa de un hogar propio e independiente para la pareja de amantes. La siembra puntúa su imposibilidad. La fatalidad que genera tanto la ofuscación de los instintos como la incapacidad de discernir (por inseguridad), las torpezas (el olvido del mechero) y los equívocos (lo que la realidad parece). Un callejón sin salida en el que los personajes estaban sumidos en la oscuridad (de su ceguera). Una acida mirada sobre el corrompido corazón del país de la abundancia.

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