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martes, 3 de agosto de 2021

Crepúsculo en Tokio

                         

El sonido de unas gotas cayendo, hojas de periódico zarandeadas en la calle por el viento. Una vida que se despide, que abandona, que gotea su aliento aunque gima que quiere vivir. Un sonajero que recuerda la vida que no se gestó, la vida que se truncó. Despedidas, crepúsculos de vida. Pocas obras tan sombrías realizó Yasujiro Ozu como Crepúsculo en Tokio (Tokyo boshoku, 1957). Y pocas tan inmensamente bellas. La grisura es una celda, pareciera que una sombra de pesadumbre narcotizara a los personajes, como en ese bar en el que clientes pareciera que llevaran largo tiempo adormilados. Ruptura y separación, aborto y suicidio. La vida se descompone, la vida no despega. Cuerpos que se abalanzan, en su desesperación, ante un tren. Despedidas que no se realizan, rostros que no encontrarán el perdón, condenados a esa estación donde la recriminación será la inclemente pena. En la primera secuencia, un tren cruza el encuadre. Pero no se verá cómo lo cruza cuando golpee ese cuerpo que se siente despedido de la vida. Solo el sonido de la sirena sobre el rostro del hombre que no supo apoyar, sino que desapareció como una sombra ausente, una sombra que parece escurrirse, huir, a la mujer que había dejado embarazada. En las primeras secuencias, Shukishi (Cheshu Ryu) retorna a casa. En la secuencia final, sale de casa, en dirección a su rutina laboral en un banco. Pasajero inmóvil, al que todo parece superar. Entremedias, o por debajo, o como un grito sesgado, las fisuras en esa vida ordenada, ritualizada. El abandono de la esposa años atrás, cuando las dos hijas era aún niñas. Y sus secuelas, como el humo de incendio soterrado. Una familia rota, como la de la novela de John Steinbeck, Al este del Edén, y su posterior adaptación al cine dirigida por Elia Kazan en 1955.

En las primeras secuencias, Takako (Setsuko Hara) se establece en su casa, con su pequeño hijo, porque la relación con su marido resulta insoportable. Abusos. Vidas rotas. La esposa de Shukishi le abandonó por otro hombre. Ciclos, repeticiones, variaciones. Shukishi se lamenta de su decisión, la elección de un marido que no fue la más adecuada opción para una hija que él sabía que amaba a otro hombre. Discernimientos tardíos. El lastre de una cultura que se sostiene en matrimonios concertados. La hija pequeña, Akiko (Ineko Arima) busca, erra, se extravía. Busca al padre del bebé en sus entrañas, Kenji. Busca una respuesta, busca un apoyo. Silencio, ausencia: una figura escurridiza que la condena a la desesperada espera, a la soledad de afrontar la intemperie. La realidad es una espesura de sombras que parecen absorber paulatinamente la vida de quienes habitan esa ciudad anegada en la pesadumbre, o en miradas que ya no saben mirar, o quizás nunca han sabido, como Shukishi, que pareciera desplazarse por la vida con el bastón de un ciego. Hay personajes que portan mascarillas para protegerse de la contaminación del aire, aunque hay otro tipo de contaminación que parece haber calado en las entrañas de los que habitan la espesura de la ciudad. Tras decidirse a abortar, Akiko mira a su sobrina, mira a la hija que no ha podido tener, mira a la niña que ya irreversiblemente nunca será, como la que nunca ya se sentirá. Cuando Takako decide volver con su marido, para que su hija no crezca en un hogar roto, para que su futuro no pueda ser como el de Akiko, muerta al ser golpeada por el tren, muerta previamente al ser golpeada por la desesperación, el padre encuentra el sonajero de su nieta, y lo hace sonar, como si encontrara el objeto de otro tiempo, de una civilización pretérita ya olvidada, como si intentara descifrar unas notas musicales que nunca comprenderá, porque sólo habita la rutina, que es ciego resorte. No hay notas musicales durante la muerte de Akiko sino el sonido de un goteo. La vida que se extingue. La indiferencia de la vida que apuntilla una intemperie irremisible.

 Las canciones puntúan las secuencias, generalmente diegéticas, como un lacerante contraste, con la gravedad de la circunstancia o la desolación que sienten los personajes, como en la secuencia en la estación del tren en el que la madre que les abandonó,  Kikuko (Isuzu Yamada), espera que su hija, Takuko, acuda a despedirse, pero su ausencia, rostro que se vuelve, es un grito desesperado que la hace responsable de la muerte de su hermana. Como un irónico coro que acentúa esa desolación, unos jóvenes cantan en el andén una letanía que pareciera un bucle eterno. Como Kikuko permanecerá condenada a su piedra, para siempre, una piedra con el rostro vuelto. Takuko volverá con su esposo, como quien encorva el gesto, como quien asume su derrota, porque es el único resquicio que vislumbra para que su hija no sea víctima de un hogar despedazado. Apretar los dientes, los de la resignación y aceptar que la vida será un sacrificio, que la vida como tal estará ausente de su propia vida, para que su hija no se abalance contra un tren por la sonrisa de un joven irresponsable que la dejó abandonada con su pesar. Cuando comunica a su padre su decisión se escucha el sonido del reloj, como el inexorable descenso de una guillotina. Cuando el padre se ha quedado solo, suena un sonajero, pero el vacío llamea de dolor.  Los gestos permanecerán encorvados, o ausentes entre rutinas. Aunque en la desolación se eleva ese soberano equilibrio característico de Ozu. La mirada serena que deletrea con luz las sombras. No se puede crear más belleza con la tristeza. Lo sublime se gesta entre la espesura de sombras, como un ave fénix que surca como un tren el encuadre de la vida y lo transciende. La serena asunción de nuestra finitud y de la pérdida. El equilibrio sereno en la intemperie.

1 comentario:

  1. Mañana en la noche veré esta película. Las películas de Ozu son apasionantes.

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