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viernes, 14 de agosto de 2020

Los hijos de los malditos

¿Y si una versión más evolucionada del ser humano, lo que pudiéramos ser, apareciera, como desconcertante anomalía, en nuestro presente, y su propósito, más que amenaza, como se teme que pueda ser, sea más bien ser destruida dada nuestra predominante tendencia a la hostilidad, la suspicacia y la beligerancia? En El pueblo de los malditos (1960), de Wolf Rilla, adaptación de la The Midwich cuckoos de John Wyndham, los niños que fueron fecundados misteriosamente durante un mismo periodo de tiempo, en el que la vida queda suspendida por un fenómeno incomprensible (la realidad se desmaya y pierde el sentido), representaban, con su cuadriplicadas facultades mentales para unos niños de su edad la (arrogante) compulsión de control carente de empatía. Los niños conformaban una mente enjambre (cada uno sabía lo que pensaba o sentía el otro) y eran capaces de controlar las voluntades de cualquiera con su poder mental. En la obra se podían apreciar ecos de la Guerra fría (en Rusia deciden utilizar la bomba atómica para eliminar el pueblo dominado por los niños; desde la perspectiva occidental se asociaba al comunista con el autómata carente de emociones). Esa asociación se amplía, o se hace más manifiesta, en Los hijos de los malditos (Children of the damned, 1964), único largometraje del estadounidense Anton Morris Leader, quien, entre 1954 y 1972, desarrolló fundamentalmente su carrera en el ámbito televisivo (La dimensión desconocida, El virginiano, Ironside, La isla de Gilligan, entre otras). El guionista es John Briley, posteriormente, autor de los guiones de Gandhi (1982) o Grita libertad (1987), ambas de Richard Attenborough. La asociación es manifiesta en términos de planteamiento ético (lo que representan Gandhi o Biko conecta con el cuestionamiento de la mentalidad beligerante, o pulsión de dominio, en Los hijos de los malditos.

En este caso los niños son seis y proceden de diferentes partes del planeta (Nigeria, India, Estados Unidos, Unión Soviética, Gran Bretaña y China). Las diversas potencias, al tomar consciencia de su poder, deciden, en primera instancia, relegar la investigación científica de un hecho asombroso (una anomalía puede producirse en toda evolución, pero resulta tan desconcertante como sorprendente su multiplicidad como fenómeno) a la usura de utilizar como instrumento de dominio las cualidades distintivas de esos niños (su poder de control con la mente). Cada uno, cada país o cada facción, se preocupa de sí mismo. Los niños de otros países son amenazas. Su reacción posterior será la desconfianza frente a una anomalía que no identifican como humana, o les resulta difícil asimilar como tal, y que siente como amenaza, precisamente, por sus cualidades más superiores. Si la vida se define por la ley de la supervivencia, y el ser humano se ha convertido en la especie que sabe sobrevivir mejor por su dominio sobre el resto de las especies, esos niños no se consideran ya un instrumento para cada potencia sino una amenaza para la misma especie.

¿Cuál es el propósito de esos niños?¿Porque optan por unirse como un enjambre, distanciándose de los humanos, o más bien refugiándose en la iglesia derruida que adquiere la condición de colmena fortaleza, en la que serán asediados por las fuerzas militares? ¿Qué representan? En cierto momento, responden que no saben cuál es su propósito. Pero en los pasajes finales del asedio militar responden que han venido a ser destruidos. Cuando, precisamente, los representantes gubernamentales más bien habían proyectado sobre el papel en blanco de su incógnita la película de una amenaza. Desde su perspectiva, o forma de pensar, si disponen potencialmente de más poder, solo pueden ser una amenaza. Los hijos de los malditos es otra obra más que, en aquellos años, cuestionaba esa actitud tan beligerante como recelosa, no solo de los representantes del poder institucional, cuestionado con contundencia en Siete días de mayo (1964), de John Frankenheimer, Punto límite (1964), de Sidney Lumet, o Estado de alarma (1965), de James B Harris, a veces con la aspereza del trazo grueso, como Teléfono rojo ¿volamos hacia Moscú? (1963), de Stanley Kubrick, y en otras con más sutil agudeza, en Estación 3 ultrasecreto (1965) o Estación polar Cebra (1968), ambas de John Sturges. La narración de Los hijos de los malditos se despliega entre sombras, ruinas y ausencia. El entorno cotidiano parece teñido de tristeza, como si hubiera sido despojado de presencia humana. Los personajes se desplazan por un decorado del que hubiera sido extirpada la actividad corriente. Personajes en un espacio que es decorado porque la realidad queda sustraída en las actitudes que la conciben como un escenario (o tablero). Son espacios desprovistos, como las vacías calles, o la iglesia en ruinas, símbolo de una pérdida de sustancia espiritual o capacidad de sentir al otro. La empatía ha sido expoliada.

Las divergentes actitudes no solo se establecen entre la actitud científica y la perspectiva de las autoridades gubernamentales, o su brazo ejecutivo, representado en Webster (Alfred Bruke) sino en las discrepancias entre el psicólogo Lewellin (Ian Hendry) y el genetista Neville (Alan Badel), los dos científicos de la UNESCO que realizan la investigación, asombrados por la singularidad de Paul (Clive Powell), incrementado su asombro cuando no advierten en su entorno, o en la forma de ser de su madre, indicio alguno que pueda hacer comprender cómo puede disponer de tan conspicuas facultades mentales. Su misma amistad se resentirá durante el progreso de los acontecimientos. Neville compartirá la suspicacia de quienes consideran a los niños una amenaza aunque no sepan a ciencia cierta qué quieren o pretenden. Su misma existencia es una amenaza, por lo que pueden ser o realizar. Neville, como genetista, considera que es una especie, por sus cualidades superiores, que puede dominar a la especie humana y, por lo tanto, poner en peligro su supervivencia. Los niños, sean lo que sean, una mutación, otra especie, pueden dominarnos y destruirnos si lo desean. La actitud de Lewellin es la de quien prioriza la comprensión, el esfuerzo de comprender al otro. El enfoque que concibe la violencia que ejercen más como un mecanismo de defensa con respecto a la recelosa hostilidad de los humanos. Por eso, por esa persistencia en querer destruirlos, convierten la respuesta de no sabemos nuestro propósito en queremos ser destruidos. Su actitud evidencia la inconsecuencia humana. La revelación de que realmente no son diferentes a nosotros, su procedencia no es extraterrestre o sobrehumana, sino una versión más evolucionada de nosotros, acrecienta la corrosión inherente a su suicida propósito.

 

 

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