Translate

viernes, 7 de agosto de 2020

La salamandra

La verdad no es lo que se ve canta Paul (Jacques Denis), quien suele tender a cantar cuando está deprimido. Paul, escritor, colabora con Pierre (Jean Luc Bideau), periodista, en la elaboración de un guion (con enfoque sociológico) que han encargado a éste, sobre un suceso acaecido tiempo atrás, sobre el que aún pende la incógnita de lo que ocurrió, y que se nos mostrará (valga la paradoja, ya que el uso del fuera de campo alienta la interrogante) en la secuencia de apertura de La salamandra (La salamandre, 1971), segunda obra de Alain Tanner, en cuyo guion colabora el gran escritor John Berger: Un hombre se decide a limpiar su escopeta; en off escuchamos su grito, y luego cómo se contorsiona de dolor; aparece su sobrina, Rosemunde (Bulle Ogier), que le atiende. Según la versión de ella, a su tío se le disparó el arma; según la versión de él, fue su sobrina quien le disparó. El planteamiento, a la hora de enfocar el guion, por parte de Pierre es el conocer a la Rosamunde real, indagar, documentarse, entrevistar a los implicados, hacerla visible. Paul, en cambio, prefiere no conocerla, ya que condicionaría su mirada, interferiría en la expansión de su imaginación, prefiere lo invisible, sobre lo que especular, proyectar, como forma, quizá, más adecuada de discernir la entraña de lo real, del sujeto/objeto, Rosamunde, quien, en primera instancia, aún desconocida, parte integrante de un relato (el suceso) definido por el enigma, es imagen, es decir, tanto representación (en su concepción potencial) como incógnita (posibilidad). La primera imagen, precisamente, que vemos de Rosamunde es trabajando en la fábrica, un largo plano de su repetitivo trabajo, de la elaboración en serie de salchichón, la reproducción sin fin de lo mismo. En un plano de larga duración vemos cómo realiza la misma acción, tarea repetitiva, diez veces. ¿Cuál es la singularidad de quien parece cautiva de una labor mecanizada, como una imagen en serie?
En la segunda ocasión, la vemos flotar en el agua. Un hombre se zambulle a su lado. Ambos conversan, mirándose a los ojos, ya fuera del agua: él le interroga sobre si usa cada día la pastilla anticonceptiva, remarcando que es lo que tiene que hacer, ya que tiene que estar disponible en cualquier momento. La voz en off, que puntúa la narración, apunta que él siempre está disponible, y para ella es su condena. Dos circunstancias, la laboral y la íntima, unidas por la idea de la reproducción (en diferentes sentidos: relacionados con la repetición y la variación, según su potenciación o su neutralización), en las que Rosemunde es (representa) una función (para el Sistema, para los hombres). Una tercera imagen nos la define no de acuerdo a lo que representa para otros o su cosificación, sino acorde a la incógnita de cómo puede ser, a su singularidad por descifrar o comprender. Entra en un bar y elige una canción en el aparato musical, una canción instrumental definida por la intensidad eléctrica de las guitarras; en su piso, tras abandonar su empleo en la fábrica, vuelve a poner ese mismo tema musical en el tocadiscos. Su cuerpo se convulsiona, como si en ese movimiento se liberara y fuera ella, a la vez protesta y afirmación. Rosamunde es un cuerpo que se agita, rebelde, alguien a quien suelen achacar que no es muy normal (que se desmarca pero no parece encontrar su lugar), alguien, en suma, a la que no dejan ser cómo es y esa la entraña que palpita en las entrañas de esta sugerente y estimulante obra que, vista hoy, rebosa de una actualidad sangrante (¿tan poco han variado las circunstancias que incluso se han agravado?).
Las interrogantes sobre la verdad, sobre cuál el más adecuado enfoque para conocer lo real (los dos escritores, a medida que avanza la narración, cada vez estarán menos seguros de cuál es el enfoque adecuado, modificando sus perspectivas o planteamiento, especialmente Paul) se amplificarán a medida que progrese el relato, y se conozca (conozcan) más a Rosamunde, a la par que se enfoca sobre la enajenación (desenfoque) sobre la que se trama la sociedad. Un paradójico proceso, disolvente y perfilador, enriquecido por el contraste entre el aparente tratamiento realista (un grisáceo blanco y negro, de naturalismo nada desmañado, no lejano al de Mi noche con Maud, 1969, con la que se puede establecer algún revelador vínculo, tamizado con ecos de Godard, aunque, a mi parecer, menos desfasados sus dislocamientos narrativos y excursos o rupturas de tono y verosímil, con aliño de humor travieso, que los de este, por ejemplo, en Bande apart), y el uso de esa voz en off, de irónica distancia, que abre provechosas hendiduras en el edificio de la certidumbre. En este sentido, uno de los aspectos más sugerentemente desconcertantes de la narración es cómo el progresivo conocimiento de Rosamunde, a la par que la solidificación de la complicidad entre los tres personajes, va derivando en una narrativa cada más centrífuga o discontinua, aparentemente deshilvanada, en la que aquella incógnita que fue motor de la investigación o escritura ha derivado en interrogantes que cuestionan un entorno, un conjunto social, ese capitalismo salvaje que se habita con apatía, sin saber qué hacer más allá de ese engranaje, entre amordazados rituales, como si fueran meras y amordazadas imágenes que se reproducen en serie, y en el que todos, en señalados días, se dedican a votar a los canallas o espabilados de turno.
 Rosamunde se interroga sobre sí misma a través de la mirada especulativa de ambos. Sus interrogantes sirven para liberarla de esa red invisible en la que se siente atrapada, y con la que brega. Dota de concepto a su acción, a su actitud. Rosamunde se ha definido por sus actos, por su insatisfacción e inconformismo; se ha rebelado ante cualquier imposición, sea la de su tío, el capataz de la fábrica, la dueña de la zapatería o los agentes de policía. Sus actos se definen por una negación que es sublevación. A través de la sintonía que establece con Pierre y, especialmente, Paul (el hombre que trabaja como pintor de brocha gorda para sobrevivir, porque no lo ha conseguido con la escritura) se enfoca  a sí misma, perfila el sentido conceptual de su actitud, qué resonancias contiene, qué condición de reflejo adquiere en un conjunto social, como singularidad y representación de lo que es y lo que puede, o no puede, ser, por su divergencia con un sistema establecido. Una afirmación que no deja de ser una interrogante, porque al fin y al cabo, ubica en el conjunto su desubicación. Es un cuerpo exiliado en un sistema con el que colisiona por no aceptar convertirse en función, en lo que ese sistema, o lo que los rigen, demandan. Por eso disparó a su tío, un gesto de sublevación, de negación. No quería ser neutralizada, reconfigurada según un molde, aquel al que su tío pensaba que debía ajustarse en aspiraciones o modo de conducta. Rosamunde es el cuerpo que se escurre como el agua, que se niega a ser cosificada en serie como un salchichón o un cuerpo cuya imagen es la de tantos otros u otras de ese mismo sistema.
Queda la irreverencia contestataria del bufón que no se cree ese drama confeccionado al que denominan realidad. Los personajes se dedicarán a interpelar, desestabilizar a su entorno. Pierre y Paul montan una representación en un autobús, en la que Pierre actúa como un indignado xenófobo por la molestia que le causa el inmigrante (Paul haciéndose pasar por alguien de origen árabe) con la música que toca ( si ya tenían suficiente con italianos y españoles, ahora árabes y africanos; perturbación para los ensimismados de nuestro sistema social que ha ido en incremento con los años); o cómo Rosamunde, en su nuevo trabajo en una zapatería (ya que se despidió de su trabajo con los salchichones; ¿cuántos son capaces de hacer lo mismo sin tener miedo a la precariedad?) toquetea los pies y pantorrillas de algunos y algunas clientes (con la rúbrica también de despedirse de los mezquinos dueños; modelos de esbirros del sistema tan extendido entonces y ahora). Las imágenes finales muestran a una muchedumbre entregada a otro febril ritual, que aún nos enajena (como parte de un programa que hay que cumplimentar cuando y como se prescribe), la compulsivas compras navideñas, mientras a contracorriente, avanza entre las indiferentes y difusas figuras ( en serie) una sonriente y exultante Rosamunde, dispuesta a mantenerse firme en no permitir que le impidan que sea y actúe como es, aunque su singularidad implique el exilio de quien no se ajusta al programa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario