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jueves, 27 de junio de 2019

Los días que vendrán

La ordinaria vida ordinaria. Virginia y Lluis son cualquier pareja, y a la vez son David Verdaguer y María Rodriguez Soto, los intérpretes que los encarnan en Los días que vendrán, de Carlos Marqués-Marcet. Son personajes, y son ellos mismos, porque el embarazo de María es real. Es, por tanto, una ficción que adopta las maneras, y la apariencia, más que de un documental o reportaje, de realidad captada al vuelo. Su construcción ficcional resulta elaborada pero prefiere aparentar que fuera el registro de los lances ordinarios de una experiencia particular que puede ser la de cualquiera, la experiencia de un embarazo hasta el momento de dar a luz. Un embarazo, y un parto, que no son simulados, sino reales. Al cineasta se le ocurrió la idea cuando supo que su amigo David, protagonista masculino de sus dos obras previas, 10.000 Kilómetros (2014) y Tierra firme (2017), y su pareja, van a ser padres. Aprovecha esa circunstancia real para construir una ficción que parezca real, en cuanto corriente y ordinaria. No recrea, en sentido estricto, los conflictos que pueden vivir los actores con su propia experiencia, pero se empapa de la misma para plantear una ficción sustentada en las vacilaciones y los conflictos, la ficción de convertirse en padres, cómo se enfoca una experiencia que implica confrontarse con un territorio desconocido y reestructura la propia vida, qué actitud se adopta en cuanto padre y madre, que no dejan de ser roles, de la misma manera que el pulso entre ambos busca un consenso, un escenario dramático que ambos configuren y compartan con las mismas pautas y coordenadas.
En el principio, las dudas sobre el mismo hecho de ser padre. Las interrogantes sobre si las circunstancias, por las disponibilidades materiales, pueden ser las propicias. Y sobre si mismos, si serán capaces de responder a la exigencia del papel. Si serán capaces de ser padres competentes. Aceptada la apuesta, y decididos a construir el decorado que posibilite un nuevo orden escénico, con la entrada en escena de otro actor, la niña, entra en juego el forcejeo entre ambos actores por definir un escenario que sea el que ambos quieren, aunque más bien se convierte en un pulso para que el otro se acomode al propio. O dicho de otro modo, entran en colisión distintas actitudes y diferentes enfoques. La prospectiva de afianzar un escenario, con la inclusión de la niña, abre interrogantes sobre la sustancial conexión entre ambos, si es tierra firma la que cimenta su relación, o si más bien hay una distancia consustancial de la que aún no han apercibido durante el año de su relación. Los forcejeos se suceden por las divergencias que se manifiestan en la forma de enfocar ciertas circunstancias: qué se comparte o no, qué se discute o no antes de hacer algo, qué se da por sentado sin consultarlo antes. Y por las disonancias en las respectivas actitudes. En un caso más distendida, la de Virginia, en otra, más insegura, la de Lluis. Cuando ella pierde su empleo por el embarazo él acepta un trabajo que no aceptaría en otras circunstancias por temor a la precariedad, pero lo hace sin consultarlo con ella. Lluis, más tenso, se preocupa sobremanera de que al bebé le pueda afectar una copa de vino que tome ella o que pueda ocurrir lo peor si ella se sube a una silla. Forcejeos que ponen en cuestión la relación, interrogantes sobre si serán no sólo capaces de ser padres competentes sino si los cimientos como pareja son los más sólidos o se pueden resquebrajar fácilmente con la recurrencia de divergencias que acrecienten en exceso las discusiones.
Es un desafío edificar la arquitectura de la narración sobre los deslustrados cimientos de lo ordinario, sostenidos con escurridiza sutilidad por la abstracción. El dominio del tiempo, de la duración, es fundamental. Hay cineastas que lograron obras extraordinarias, caso de Chantal Akerman, con Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975) o Cristu Puiu, con Aurora, un asesino muy común (2010). Hay un cierto momento en que Los días que vendrán se encasquilla. El interés del planteamiento teórico se atasca en la redundancia, y en la demasiado ordinaria vida ordinaria, o cuando el sustantivo se asfixia con el adjetivo. Quizá porque los personajes resultan demasiado cualquiera, y lo cualquiera se torna anodino, carente del atrayente relieve. Quizá porque el tiempo (en cuanto duración, y la duración es respiración) queda desterrado, y se evidencian las costuras del artificio en la presunta naturalidad. Es algo que suele pasar a buena parte de las producciones catalanas que intentan combinar ficción y documental. Con la excepción de la estimable Julia Ist (2017), de Elena Martín, se precipitan en lo impostado (Las distancias) o lo banal (la muy sobredimensionada Verano 1993). Lo ordinario incluso puede resultar rancio. Puede ser una impresión suscitada por la paulatina mengua de interés pero en Los días que vendrán los temas musicales que se emplean, que escuchan los protagonistas, de cantautores catalanes o de flamenco me retrotraían a la época de la transición: como la dificultad de la pareja por encontrar el pertinente consenso que les afiance como padres en ese periodo de transición que supone un embarazo, quizás se sugiere que el país no lo ha logrado y aún no ha realizado ese salto a la vida adulta de progenitores. Y como Lluis, cuando irrumpe con sus amigos, en estado de embriaguez, en el colegio al que asistieron cuando eran niños, aún jugamos en el patio del colegio, y a deshoras. Quizá no fuera involuntario sino un apunte intencional. Los días que vendrán aún no han venido.

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