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jueves, 16 de agosto de 2018

Impulso criminal

Antes de la psicosis, la compulsión. O antes de Psicosis (1960), de Alfred Hitchcock, Impulso criminal (Compulsion, 1959), de Richard Fleischer. La compulsión, el impulso vehemente, desbordante, de hacer algo. ¿Y si se sublima ese impulso? ¿Y si se enmascara con la justificación de la superioridad para realizar lo que te apetezca, lo que te venga en gana, como si no pudiera haber nada que se interpusiera a la materialización del deseo, que es decir de la voluntad, el designio de la propia voluntad? Esa sublimación se enmaraña con la enajenación, con el desquiciamiento de la voluntad que encuentra placer, al que se torna adicto, en jugar con la vida ajena. Se despliega sin trabas la pulsión de poder. El mundo es un escenario en función tuya, a disposición de tu voluntad. Realizas un acto, aquel que sea el más reprobable, porque puedes hacerlo, porque puedes ser cruel. ¿Por qué poner trabas, límites, por qué refrenarte? ¿Acaso no refrenda que se es diferente, cual superhombre, por encima de las leyes humanas, que se posee una distinción por encima del resto, cual dioses, mientras los demás son figuras prescindibles, irrelevantes? Así se sienten Judd (Dean Stockwell) y Artie (Bradford Dillman). Hitchcock ya realizó su particular acercamiento a las figuras en las que se inspiran, Nathan Leopold y Richard Loeb, en La soga (1948), que adaptaba la obra teatral La soga (1929), de Patrick Hamilton, inspirada en el crimen realizado sobre un chico de catorce años, cinco años antes, por Leopold y Loeb. Richard Murphy adapta, en esta ocasión, para la obra de Fleischer, la novela de Meyer Lavin, Compulsion. La acción acaece en aquel mismo año, 1924, aunque se modifiquen los nombres, pero resuenan los ecos de la actualidad, los de esa juventud insatisfecha de la década, retratada en Rebelde sin causa (1954), de Nicholas Ray, una juventud que simplemente se rebela a la autoridad, aunque sea en nombre de nada; o como en este caso, por el gusto de hacerlo, porque no sólo no son menos, sino que son más que nadie.
Judd tiene en su habitación pájaros disecados, porque está interesado en la ornitología, como Norman Bates los tiene en su motel, en Psicosis. Judd tiene una figura de autoridad contra la que se rebela, su hermano mayor Max (Richard Anderson), aunque establezca una relación de sumisión a la voluntad de Artie; la atracción o relación homosexual se hace más evidente que en La soga, donde quedó sugerida; quizá en la violencia que ejerce Judd sobre Ruth (Diane Varsi) cuando la avasalla hay una forma de rebelarse contra esa tendencia, como contra esa sumisión, ejerciendo una posición de poder. Mientras Artie disfruta de su posición poder, solazándose en su arrogancia, riéndose de la misma policía en sus narices, deleitándose en la farsa de que los asiste en su investigación, cuando más bien la instrumentaliza para seguir interfiriendo en el curso de la realidad con su compulsión demiúrgica (señalando a otros como posibles sospechosos lo que determinará que influya en esas otras vidas, que trunca por quedar señaladas), Judd parece debatirse en emociones más conflictivas ( como el personaje de Farley Granger en La soga). Parecen advertirse indicios de escrúpulos en sus actos, como queda manifiesto en la secuencia inicial cuando vacila en atropellar, en primera instancia, al hombre que hace autoestop en estado de embriaguez, aunque esté decidido a hacerlo en la segunda ocasión, cuando Artie le insta a que lo haga (en lo que se evidencia un ansia de hacerse valer cara a Artie); y quizás por ello, ese fatal olvido en el lugar del crimen, las gafas (su mirada ofuscada; su presunción).
En cambio, Artie es el niño que aún disfruta con su inconsciencia, el niño que aún realiza actos crueles con animales, porque siente poder, porque ignora que sufren, porque son criaturas que se mueven y que él puede ‘detener’, porque así lo decide. Aunque también puede que quizá, en esa pulsión demiúrgica (o necesidad de imponerse), desahogue la frustración de no poder rebelarse contra otro poder, el de su padre, figura siempre en fuera de campo Su conversación con el osito, mientras reprende a Judd, es uno de los momentos más turbiamente siniestros, abre a desasosegantes abismos (la abyección que habita en todos nosotros, que convierte a los demás en meros ositos de peluche con los que jugar, a los que poder destrozar si se quiere, porque se puede). Por eso, Artie será diagnosticado como esquizofrénico: para él no hay distinción ni limites, es yo y el mundo subordinado. El otro es un mero peluche con el que jugar o al cual utilizar, la realidad es una representación que él urde y controla (o esa es su aspiración en cada escenario o circunstancia). Por su parte, Judd es calificado como paranoico: alguien que siente que siempre tiene razón, y a la vez se siente perseguido, como si el mundo, los otros, conspiraran contra él: su suficiencia se enrosca con el victimismo que valida lo que siente como sublevación. Por eso su desprecio forcejea con sus escrúpulos. En la abstracción se desenvuelve con más naturalidad, a diferencia de Artie, cuya enajenación le mantiene en la inconsciencia recreativa de la infancia.
La película, primera producción de Richard D Zanuck, se estrenó en abril. En noviembre tuvieron lugar los hechos que Truman Capote convertiría en novela en A sangre fría, y que Richard Brooks adaptaría al cine, también en un áspero blanco y negro, en A sangre fría (1969). En principio, en una y otra, se omite la visualización del crimen. Aunque en la de Brooks se visualizará más adelante el asesinato de la familia de Kansas ( los padres, y dos de los cuatro hijos) que realizan Perry Smith y Dick Hickcok: un modélico empleo estructural de dosificación de información, o de cómo varía la percepción o discernimiento según el orden del relato. Ambas evitan que el asesinato interfiera en el juicio sobre los respectivos dúos criminales. Se esfuerzan en comprender cómo son. Ambas, además, derivan en un contundente alegato contra la pena de la muerte, una respuesta que se equipara en brutalidad con el acto criminal juzgado.
En la obra de Fleischer, al respecto, cobra relevancia en el último tercio la figura del abogado defensor, Wilke (Orson Welles): Su discurso final es todo un fustigazo a la visceralidad humana, a nuestro vínculo con los reptiles, esa furia del ojo por ojo, esa violencia arrasadora, sea la cruel de dos jóvenes con un chico de 14 años para demostrarse, simplemente, que pueden hacerlo, o la petición de condena a la pena de muerte: la contención febril de la expresión inquisitorial del fiscal, Horn (EG Marshall). En ambos casos, asesinatos a sangre fría. Por supuesto, ni Judd ni Artie pueden comprender los esfuerzos del abogado para lograr que el juez no dicte condena a muerte, como pide el implacable fiscal, sino a cadena perpetua. De algún modo, ya sentían cadena perpetua en su reclusión en vida en un entorno social en el que se sentían dioses entre prosaicos seres. No es de extrañar que fuera un material que interesara tanto a Welles que aspirara a dirigir esta producción (su frustración la tornó en comportamiento despechado, y por tanto conflictivo, durante el rodaje).
Fleischer, por su parte, ha diseccionado, con una agudeza y rotundidad alcanzada por pocos cineastas, la condición violenta del ser humano: Hay una imagen que condensa el contraste entre razón y visceralidad: Wilkes mira por la ventana, mientras se refleja en el cristal de la ventana el fuego de la cruz que han quemado los encapuchados en el jardín. No era la primera vez en su cine: La figura espectral de Nemo castigando la brutalidad e inconsciencia del mundo con su féretro acuático, el Nautilus, en Veinte leguas del viaje submarino (1954); las explosiones de la cantera en Sábado trágico (1955), reflejo de las emociones retenidas en los habitantes de ese pueblo; la pelea en el barro que culmina Duelo en el barro (1959), reflejo de la falta de escrúpulos para alcanzar la máxima posición del poder; o aquel (no visibilizado) pozo de lobos hambrientos en Los vikingos (1958), soberana ceremonia que evidencia que ser humano y naturaleza surgen del mismo limo. Fleischer da toda una lección, además, de orfebrería de la composición, como si él hubiera inventado el formato panorámico. Sus encuadres parecen vaciados, aunque parezca que los habiten figuras que se desplazan en su interior; son fúnebres recipientes, de espectral grisura, en los que los personajes quitan la vida, de un modo u otro, o así lo pretenden, quizá porque ellos mismos están despojados de vida.

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