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jueves, 12 de junio de 2025

Baltimore

 

Uno de los primeros planos de Baltimore (2023), cuarto largometraje de ficción del dueto irlandés Joe Lawlor y Christine Molloy, en el que Rose (Imogen Poots) se aleja, en primer término del encuadre, de una mansión, puede evocar, por su maquillaje y gesto, aquel de Joker (Heath Ledger) en El caballero oscuro (2008), de Christopher Nolan, cuando se aleja de un edificio, el cual explosionaba por causa del artefacto que había colocado. No explota la mansión tras Rose, pero su acción adquiere parecida resonancia metafórica. Joker dinamitaba un sistema que pretendía desestabilizar. Rose Dugdale, en 1974, junto a otros tres integrantes del IRA, acababa de robar diecinueve valiosas pinturas, valoradas en ocho millones de libras, para negociar con los cuadros tanto la entrega de quinientas mil libras como la excarcelación y repatriación de dos hermanas, compañeras de lucha armada, acusadas de colocar bombas. Antes de ese plano se condensa, en la brillante introducción, acompañada de la voice over de Rose, cómo es una cuestión de sublevación con respecto hacia una serie de imposiciones que fuerzan a la postración, además de una divergencia de mirada, y concepción, de realidad. Se nos presenta a Rose, yacente en el suelo de Russborough House, la mansión en la que realizan el robo, y en tres breves flashbacks su disgusto con el modo o enfoque de vida contra el que se rebeló en primera instancia, aquel que caracteriza a su pertenencia a la privilegiada clase alta, como cuando fue iniciada, con diez años, en la caza del zorro o, con dieciséis, cómo sus padres querían programar su vida, incluido matrimonio. Sus enfoques no podían ser más divergentes, como queda metafórica constancia en la secuencia en la que tanto para ella como para su madre una pintura dispone de muy diferente resonancia. La madre se fija particularmente en un objeto y ella en una sirvienta, negra, sirvienta, una mujer relegada, de acuerdo al relato (o escenario de realidad) dominante, a los márgenes o fuera de campo.

Durante la narración otras pinturas adquieren relevancia, sea aquella que refleja como ella no es lo que parece, no tanto porque se caracterice como una mujer francesa, con una peluca de distinto color al suyo, para efectuar el robo, sino por cómo diverge, de modo radical, con los valores o la concepción de la realidad de sus padres, quienes pretendían que se amoldará a sus designios en cuanto configuración de cómo debía ser su vida. De hecho, años después Rose, junto a su novio entonces, no dudó en intentar realizar un robo en la mansión de sus padres quienes, al sorprenderla, no dudaron en denunciarla a la policía. Pero mientras él fue condenado a seis años de cárcel, ella por pertenecer a la clase alta, no ingresó en prisión. El otro cuadro relevante, que conecta con el que ve con su madre, es Señora escribiendo una carta con su doncella, de Johannes Vermeer. Ella se ve como aquella doncella que mira a través de la ventana, hacia la realidad que quisiera materializar como propia. Es una mujer que siente que su realidad ha sido sustraída, o impedida, y la equipara con la que sufre Irlanda con respecto a los imperativos de Inglaterra, de ahí que se una a esa sublevación. Poco después del plano citado, el mismo encuadre muestra momentos antes a Rose dirigiéndose hacia esa mansión. Vuelve su cabeza para mirar, sonriente, hacia cámara. Es un detalle que apunta a la singularidad de su construcción narrativa y planteamiento expresivo.

 La narración se caracteriza por una estructura narrativa dislocada, cual fractura, que materializa esa privación de realidad frente a tantas imposiciones (una estructura no linear que parece haber suscitado desconcierto a más de uno por lo que evidencian ciertas reseñas). Combina, alterna, diversos tiempos: Los acontecimientos dentro de esa mansión durante el robo, los que acaecen posteriormente mientras esperan la respuesta del gobierno británico, con diversos encuentros con vecinos que inoculan la inseguridad sobre su circunstancia, y varios retrocesos en el pasado, sea su estancia en Oxford, donde escribió su tesina sobre Wittgenstein, y se unió a un grupo de mujeres que realizaban acciones de protesta contra la discriminación que se ejercía sobre ellas, como cuando, disfrazadas de hombres, entran en un club que no permitía el acceso de mujeres, sea su unión a un grupo que lucha por los derechos sociales en favor de los que sufrían privaciones, en el que adopta una posición de liderato, sea la desolación ante los sucesos del Domingo sangriento en 1971, en el que fueron asesinados veintitrés civiles por el ejército británico, y su unión al IRA, con la demostración de sus capacidades para crear un artefacto explosivo. Es fundamental, en la modulación de la narrativa, y creación de la atmósfera emocional acorde la desazón de ese desajuste de relación con la realidad, la magnífica banda sonora de Stephen McKeon, de cariz tan severo como tétrico, también virtud del anterior largometraje de ficción de este dúo irlandés, la también excelente La interpretación de Rose (2019). Un desajuste que también encuentra su correspondencia con secuencias en las que imagina lo que teme que tenga que realizar como lo que desearía que ocurriera. En un excelente pasaje narrativo, en dos tiempos distintos, apunta con su pistola a dos diferentes personas, una por lo que representa, otra porque podría denunciarla. Pero es incapaz. Posteriormente, accidentalmente, atropella a un zorro, al que sí dispara, por compasión. Sus acciones definen a quien realmente se puede equiparar, metafóricamente, como esa criatura raposa, perseguida o atropellada, que intentaba sublevarse contra las imposiciones de modos de configurar la realidad.

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