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viernes, 26 de agosto de 2022

Edvard Munch

 

La poesía de la disolución. En la obra de Edvard Munch (1863-1944), progresivamente, a partir de cierto momento de su vida, los detalles y las perspectivas comenzaron a disolverse. Comenzaron a ser frecuentes rostros que se desvanecían, rasgos que se emborronaban, cuerpos que parecían fundirse, ojos que parecían desorbitarse, semblantes que parecían distorsionarse, acorde a una vida que parecía un trayecto hacia la disolución en un grito mudo, por causa de una decepción o frustración amorosa que sintió como una hecatombe emocional de la que no se recuperó. Cuando su obra empezó a exponerse y adquirir notoriedad, aunque, en general, suscitara rechazo tanto en los críticos como en los que contemplaran sus obras, los impresionistas franceses buscaban capturar la realidad exterior. Munch buscaba otra vía, la transfiguración que proviene de la mirada subjetiva. Su pintura reflejaba su vivencia o percepción singular. Acorde a ese trance interior, emocional, la producción noruega Edvard Munch (1974), del cineasta exiliado británico Peter Watkins, es una experiencia estética que se fundamenta en la transfiguración, ya que disuelve límites, entre el documento y la ficción, entre los sonidos, en la conversación de estos con la imagen, en ocasiones no correspondientes los sonidos o diálogos con la imagen, entre los mismos términos del encuadre, entre lo enfocado y desenfocado. El zoom no se utiliza como recurso fácil sino, sobre todo en sus pasajes iniciales, para dejar constancia de un temblor, de una dificultad de enfoque. Actores noruegos no profesionales encarnan a las diversas figuras. Miran de modo constante a cámara, o evocan momentos o dan sus impresiones sobre la obra de Munch, ante la cámara, como si fueran entrevistados. La voz del propio Watkins hila el recorrido a través de cuatro décadas de la vida del pintor, hasta que sufrió un colapso nervioso que hizo necesario un tratamiento, y reajustar sus pasos, su relación con la vida como un nervio sin la capa protectora de la mielina.

Edvar Munch es, como el resto de las obras de Peter Watkins, quien posee una de las filmografías más singulares de la historia del cine, una ficción articulada con estilemas o modos del documental, porque la percepción de la realidad se mediatiza con estilemas ficcionales. La realidad, tal como la conocemos o como nos la presentan, es una pantalla. El revulsivo enfoque cuestionador de Watkins no ha dejado de incitar a la revolución a través del despertar de la mirada. Pero a diferencia de las otras obras no desentraña, o pone en cuestión, acontecimientos, sistemas o dinámicas institucionales o sociales, como el movimiento insurrecional que posibilito, brevemente, en 1871, el primer gobierno obrero, en Paris, en La Comuna (París 1871) (2001), la guerra nuclear en The war game (1966), o la génesis del conformismo productivo, en Privilege (1967), sino al propio artista en su relación consigo mismo y el entorno, quizá por eso la consideraba su obra más personal. En Edvard Munch, priman los primeros planos, o planos cortos y medios. Casi no hay planos generales. Es un montaje entrecortado, que enmaraña tiempos y situaciones, como si los planos fueron añicos de una vida destrozada, en las que faltan los hilos de la cohesión. La narración hace cuerpo de una vibración, la que palpita en las texturas disueltas de las pinturas de Munch (Geir Westby), la vibración interior, opresiva, cautiva, reflejo de la propia del pintor, como si no pudiera superar un confinamiento vital, una asfixia. Los actores, los personajes, no dejan de mirar a cámara. Ojos, miradas, que no dejan de estar presentes, y que exponen, hacen manifiesta, a la propia cámara, y su intrusión, su obscenidad, horadando, hurgando, explorando, en una herida, como la propia obra de Munch te interpela con su disolución, con su carne hecha trazos, emoción convulsa que interpela la intemperie que puede habitar en nosotros pero no mostramos, nuestra confusión, nuestra orfandad, nuestro extravío. La convulsión de la melancolía, el aire frío que corta la yema de los dedos que intentaban palpar lo sublime. Los arañazos y las hendiduras en la propia pintura exponían ese desgarro interior de Munch, su desesperado anhelo de borrar lo que no podía olvidar, la decepción de un amor que no fructificó. La imagen soñada se convirtió en emborronamiento y rasguños que nunca cicatrizaron. No logró encajar que aquella mujer no la amara, y su vida se tornó resentimiento que parecía proyectarse hacia todas las mujeres. 

La narración es una fractura. El pasado no deja de resurgir, como una herida no cerrada, como un espasmo que perturba el discernimiento: la sangre que brotaba de boca de la hermana que falleció en su infancia por tuberculosis: imagen recurrente, como una letanía que dificulta el paso, como un garfio que atrae hacia un pasado que enfrentó a una inevitable disolución, la de la muerte (de hecho, el mismo Edvard estuvo a punto de perecer como esa hermana y su madre). Superó la tuberculosis pero no a la decepción amorosa que se enquistó en él con el tumor del despecho. No hay música sino la del caos. En la banda de sonido pueden convivir unos sollozos, el graznido de unas gaviotas, y la música. Sonidos que pertenecen a diferentes tiempos y circunstancias, como pueden no casar con las imágenes, un amasijo de tiempos, como las entrañas desordenadas de Munch. Desajustes, una vida que intenta enfocarse infructuosamente. Se repiten varios planos con Munch en primer término, desenfocado, y al fondo del encuadre, una mujer. Miradas que no domina o controla, risas que acrecientan la disolución de su pesadumbre. Munch no dejó de sentir que su relación con las mujeres absorbía su energía; sentía que eran disolventes, anuladoras. No logró encontrar el enfoque, sino todo lo contrario. Sus besos, sus madonnas, sus vampiras, eran el reflejo de ese desajuste, de ese desencuentro. Su vida se convirtió en un grito de rabia y desesperación. En sus pinturas, los cuerpos no se tocaban, porque el tacto, el disfrute de los sentidos, se convirtió en foco de desolación. Los cuerpos eran ya escombros desde que la mujer que amó decidió amar a otros hombres y no él.

La voz de Watkins, en ocasiones, contextualiza, describe acontecimientos de un año determinado en cada década, incluido el nacimiento de Hitler, D.H Lawrence o Goebbels, el paisaje en plano general en el que vibraba el ofuscado paisaje íntimo de Munch, las espesuras particulares en las que se debatía. La narración explora, minuciosamente, las pinturas, sus trazos, sus texturas, mientras Munch mira a quien le mira, como nos miraba, nos desnudaba, con sus cuadros, desnudaba nuestros besos, cuando se asemejan a los filos, nuestras proyecciones desenfocadas, nuestros desajustes, nuestras disoluciones, nuestros resentimientos y despechos. Esa sensación, quizá verdadera, desde luego temblorosa, de no poder o no saber habitar la vida, de no lograr la conexión con el otro cuerpo, con otra mirada, que es promesa de realización, de sentirse presente. Esa incapacidad de lograr asumir que la vida puede ser vivida sin aquella presencia con la que se sintió que no se podría vivir sin estar junto a ella. Y cuando eso ocurre, al no romperse los hilos con los que se sintió la conexión singular, excepcional, los hilos permanecen unidos a un vacío y la tensión de la separación, de la distancia, se torna desgarro sin desmayo. Munch logró con su arte hacer cuerpo de un grito que es interrogante, desesperación, desamparo y perplejidad. Y, también, disidencia, la de la mirada que buscaba el infinito y se abocó al grito del abismo. De ese fracaso que logra ser soberanía estética, Peter Watkins forja una de las más asombrosas inmensidades que han surcado, y enfocado, una pantalla. Ingmar Bergman dijo que Edvard Munch era la obra de un genio. En su obra se agitaban también las impúdicas convulsiones de Munch.Watkins las desnuda desde la distancia con una obra que mira y nos mira mientras nos miramos en la disolución de nuestra desnudez, en nuestra fragilidad tiznada de patetismo, en la desolación, como la huella del crater tras una explosión, que sobrevive a la dañada aspiración a lo sublime. ¿Qué era lo que realmente concebía como sublime, estaba en ella, o en su propia mirada o proyección?

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