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miércoles, 24 de agosto de 2022

Control

 

La secuencia introductoria de Control (2007), primer largometraje de Anton Corbijn, adaptación de Touching from a distance, de Deborah Curtis, se abre con un primer plano del perfil de Ian Curtis (Sam Riley), quien reclina su rostro, y finaliza con un encuadre más amplio de él, en la misma posición, sentado en el suelo de la habitación que ocupó cuando vivía con sus padres. Al mismo tiempo, en off, escuchamos el pensamiento de Curtis sobre la existencia: 'qué importancia tiene, existo lo mejor que puedo, el pasado está ya en el futuro, y el presente se va de las manos’. Aparece el título de la película, Control. ¿Cómo ha progresado su vida, cómo ha madurado realmente a los 23 años quien desde que vivía ahí se ha casado y ha tenido un hijo? Corbijn sabe cómo ecualizar la mirada. En dos concisos planos ya se ha marcado el tono, y condensado la sustancia de conflicto, de la película, que se caracterízará por su modulación introspectiva, contenida, casi sonámbula, entre lo concreto y lo abstracto, donde lo no dicho, lo que palpita entre planos, dice, incluso, mucho más que lo visible, reflejo de esa tensión entre el yo intimo de Curtis, como deja ya patente ese primer plano (un perfil, acorde a quien se siente mitad presente, mitad desplazado o desubicado) y su anhelo de movimiento (progresión, crecimiento, dominio de las emociones), pero encapsulado en su mundo, en sí mismo, en sus limitaciones y contradicciones (aunque desearía que no fuera así) y en un espacio, o entorno vital, en el que se siente tanto apresado como aislado, un espacio en el que se confunden o enmarañan, en una nebulosa, el afuera y su yo interior. Y en el cuál, como apuntalan sus palabras, se siente superado por las circunstancias, y sus emociones, ya que las elecciones del pasado se convierten en lastres con respecto a los que no saber cómo reaccionar ( por eso, detalle significativo, se encuentra en la que, en el pasado, era su habitación en la casa de su familia, ahora vaciada de objetos: hay un peso de irresolución que arrastra desde tiempo atrás y que siente como atasco), y el presente, fugitivo, e imposible, por tanto, de controlar.

Los siguientes planos nos sitúan en 1973, siete años antes del suicidio de quien fuera una de las figuras más influyentes del postpunk británico a finales de los setenta, Ian Curtis, cantante de Joy Division. Estos planos son, y representan, a través de un afinado uso expresivo del espacio, una continuación de esa tensión entre movimiento y estatismo, entre el yo intimo y un afuera opresivo. Un plano general: la figura de Ian, caminando por la calle, contrasta, empequeñecida, con los impersonales edificios que parecen aplastarlo. Una figura distraída, quizá ausente, quizá ajena, desde luego desubicada, que no hace caso a los niños que le piden que les coja el balón que se les ha escapado, como tampoco al saludo de su padre cuando entra en casa, donde, por añadidura, ignora a madre y hermana, dirigiéndose decidido a su cuarto, donde se encierra (la cámara permanece un instante encuadrando su puerta). En su cuarto escucha la música del álbum de David Bowie que acaba de comprarse. La cámara se detiene en sus objetos, afiches relacionados con Jim Morrison o la Velvet Underground, libros sobre uniformes militares, castillos (uno se imagina a Curtis cual aristócrata melancólico en una mansión gótica) u obras de Ginsberg o Crash de JG Ballard… ¿Recuerda alguien Crash (1996) y su visión de una realidad de enquistada comunicación, donde se relacionaba sexo y maquina, desgarro de carne y accidente, como terminal medio de crear vínculos?. Hay algo en Control, aunque sea de modo menos áspero y descarnado, del distanciamiento de la excelente versión para el cine de David Cronenberg, en donde, también, las abrasivas corriente subterráneas contrastaban con la contención de la superficie, como si esta fuera una cauterización, o una costra. La narración es elíptica, y transmite una sensación de suspensión, como la sensación que transmite Curtis, suspendido en un espacio al que no parece pertenecer, y en el que no se reconoce. ¿Es un fantasma o es la realidad fantasmal?. En una clase de química, vestido con su uniforme de escuela, convierte, en la superficie de su pupitre, la palabra Ian en Iam (Yo soy), y su semblante se queda con la expresión transida contemplando la formula OH en la pizarra, ajeno a las preguntas de su profesor ( David Lynch colaboró con Corbijn en el corto que éste realizó, y en secuencias como esta se percibe esa afín sintonización de mirada). Es como si fuera un personaje de Samuel Becket que se plantea cuál es su voz, extraño y ajeno al universo, ante el cual más que decir <<yo soy>> sólo quepa decir <<¡Oh!>>.


Uniformes, disfraces, identidad. Emulando a David Bowie, se viste con un corto abrigo de pieles y se pinta los ojos, encontrando, en el espejo, un reflejo más cercano a si mismo. O cuando menos diferente, una réplica a un entorno que le uniformiza como él no desea (¿Quién soy yo?). Ataviado de esta manera observa a través del espejo a su amigo besándose con su novia, Debbie (Samantha Morton), pero ésta se incómoda y pide al amigo que se vayan, aunque ella, antes de irse, pregunta quién ha escrito los textos sobre su mesa ( su incomodidad no provenía de lo que parecía). Al irse, Ian se tumba en la cama con expresión satisfecha. En ese instante Ian ha sentido su I am. Ha sentido esa chispa de la que carece su monótona vida. Ingiere con su amigo unas pastillas y visitan, bien puestos, a Debbie; tras recitar un poema de Woodsworth, coge la mano de ella, tras la espalda de su amigo. La invita a un concierto de Bowie, y ahí le reconoce que el amigo lo sabe porque no le gusta actuar a sus espaldas. Para él es natural ir de frente. Pero los sucesos posteriores demostrarán que no resulta siempre tan fácil ir de frente. Todo se va precipitando, o engarzando (¿encadenando en su doble vertiente?): la boda con Debbie; los inicios con el grupo, en principio llamado Warsaw, que luego ya a la hora de grabar su primer disco, será Joy division; los conciertos; su trabajo en los servicios de empleo; el nacimiento de su hijo. Pero ya no se desprenderá de la narración esa sensación suspendida, como si Ian se sintiera en permanente extrañamiento con el mundo, descolocado (como reflexiona cuando ve caer a la chica a la que atiende en los servicios de empleo, presa de un ataque epiléptico, antes de que él mismo empiece a sufrirlos: la casualidad dispone de retorcidos giros), y aislado, aunque disponga de amistades y mantenga relaciones sentimentales (como esa habitación en la que se encierra con llave, para escribir sus canciones, y a la que no deja acceder a Debbie).


Durante el desarrollo de la narración se mantiene esa sensación de realidad sonámbula, en cierta medida fantasmal, acrecentada por ese lechoso y grisáceo blanco y negro, que tiene, conjugada con su narración elíptica, tanto de respiración de conciso documento de los episodios de un periplo vital durante siete años, como de abstracción de un yo interior, con una modulación que nunca se detiene demasiado en los momentos, como si el tiempo no existiera o ya estuviera predefinido por el pasado, y fuera todo un continuo irremediable. Abundan las elipsis temporales que condensan, con depurada síntesis, los episodios definitorios de esos siete años, a la vez que capturan cada instante ( su esencia interior), y cómo todos están interconectados. Pero, a la vez, parece que el tiempo no se moviera (progresara), ya estancado desde un principio en algo que no se puede superar, como congelado en una fotografía antigua (acorde a su propia sensación de estancamiento o atasco). O quizás es que el tiempo sea demasiado fugitivo, inasible, compuesto de episodios que rápidamente han dado paso al siguiente. El pasado está ya en el futuro, y el presente no se puede controlar. No hay avance, y la realidad, como las emociones, parece más bien un derrame.

De la misma manera que la vida de Ian se verá condicionada, dependiente, por sus ataques epilépticos, no sabe qué hacer, o qué elección tomar, en el territorio sentimental, entre su esposa y, Annik (Alexandra Maria Lara), la periodista belga de la que se ha enamorado, o por la que se ha sentido atraído por su aura diferente (esa diferencia en la que se reconoce, pero que entra en colisión con el peso de la inmediata ordinaria cotidianeidad; son dos mujeres más bien disimiles). A alguien que tiende ir de frente, esa escisión le paraliza. ¿Cómo conjugar esos dos mundos, esas dos mujeres?. Además es padre, faceta en la que se siente un fracasado, por torpe y, de nuevo, indicativo de sus contradicciones o incapacidad de resolución (o el desencuentro entre anhelo y realidad). Él es quien propone a Debbie tener un hijo, pero cuando lo ve ya en brazos de ella, recién nacido, su expresión es la de alguien que se encuentra ante algo que sabe que le va a superar. Él intenta hacer las cosas lo mejor que puede, pero le superan. Por eso, cuando Debbie descubre su relación con Annik se muestra incapaz de reaccionar, desbordado, sin poder responder con una mínima palabra, preso de su congoja ante algo que él no ha querido propiciar.

El presente se le va de las manos. Es como si hubiera deseado ser Bowie (o su fantástico Ziggy Stardust, ser un starman), pero estuviera preso de sus fantasmas (de su incapacidad de lidiar con la realidad, de habitarla sin sentirse un fantasma aislado en su extrañado yo), como Jim Morrison, de quién hereda en su música esa letanía recitativa y poseída, aunque más cercana en sus acordes a la Velvet Underground, también entregándose intensamente en los conciertos, cual si estuviera en trance, como quisiera hacer en su vida. Por eso, cuando no puede con ésta, o no sabe cómo controlarla, o qué decisiones tomar, tampoco puede ya entregarse en el escenario. Sufre un cortocircuito, o colapso nervioso. Piden mucho de él (o es lo que siente), en la vida y en el escenario, pero él no puede más, o no sabe cómo articularse sin sentir que se desgasta como si más bien se desintegrara (como un sistema eléctrico que ya no puede resultar efectivo). Por eso quizás soñaba con poder haber sido, sencillamente, una serigrafía de Andy Warhol. Todo más simple y más claro. Que se ahorcara con la cuerda que se utilizaba para colgar la ropa en el techo quizás representara cómo no pudo con la existencia, con la vida cotidiana, con la toma de decisiones sin quedarse paralizado. Así de aislado, y desvalido, se sentía, y así era tan intensa su música (como si se mantuviera en una constante tensión que anuncia una inminente explosión que no se produce), a la que se entregaba con esos espasmódicos movimientos en el escenario, como si por un momento se transcendiera y liberara siendo pura energía. Quizás si hubiera creado un personaje como hizo Bowie con Ziggy Stardust lo hubiera también matado como hizo Bowie, pero Ian era su propio personaje, o quizás no lo tenía, sólo su desconcierto (¿Quién soy yo?).
Control se define por su condición paradójica, o tensión irresuelta entre la ligereza un fantasma que no acaba de encarnarse en el tiempo y la gravedad del cuerpo que no se libera, orquestada por una serena mirada de casi entomólogo documentalista aplicada a un mundo interior, o a esa frontera que revela el desencuentro entre éste y el afuera. ¿Es él un fantasma o la realidad?. Si la emoción surge espontánea, palpable pero escueta, como si emanara de los huecos de la narración, el humor brota con ese aire impávido y desapegado que tenía el rostro y el cine de Buster Keaton, y no exento de vitalidad. Véase su paseo dirigiéndose a su trabajo en el Servicio social, ajustándose su traje, como quien no abandona su elegante seña de distinción, hasta que dobla la esquina, y vemos que en la espalda está escrito hate (odio). También se pueden rastrear reminiscencias del cine de Terence Davies, vivencias desubicadas, aquí en Manchester, allí en Liverpool, en Voces distantes (1988) o El largo día acaba (1991), pero con el distante, contenido en emoción que no gélido, tratamiento de su acercamiento al mundo de Edith Wharton, en La casa de la alegría (2000). Corbijn, posteriormente, realizará dos notables obras, El americano (2010), con otro espectro en una realidad definida por la incertidumbre, y Life (2015), con un protagonista, James Dean, en proceso de desaparecer en su propia imagen, en su propia condición de icono, y otro, el fotógrado encarnado por Robert Pattinson, quien se siente una sombra que aspira a iluminarse con la estrella de cine en ciernes, y la excelente El hombre más buscado (2014), con otro protagonista en un progresivo proceso de desaparición en los márgenes de una realidad atropellada por la maraña de unas ficciones.

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