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martes, 4 de febrero de 2020
The killer that stalked New York
La propagación de una epidemia puede equipararse a la asunción de una decepción amorosa. Ese asesino que acecha a la ciudad, al que alude el título de The killer that stalked New York (1950), la segunda de las tres películas que dirigió Earl McEvoy, se refiere a la amenaza de la epidemia de viruela que amenazó, en 1947, por propagarse en Nueva York. La narración adopta el planteamiento de procedurales de ese periodo, aspectos semidocumentales conjugados con los recursos expresivos, expresionistas, a través de elaboradas composiciones de luces y sombras, del film noir, de la misma forma que alterna el seguimiento de la investigación del departamento de salud para encontrar al paciente cero, el transmisor de esa epidemia, con el conflicto sentimental de quien propaga esa epidemia, Sheila (Evelyn Kayes), tras que retorne a Nueva York de Cuba con un alijo de diamantes. Búsqueda, como dinamo narrativo, que coincide con la de Pánico en las calles (1950), de Elia Kazan.
En cuanto a la primera vertiente es otra obra, en aquel periodo, que se plantea como reconocimiento de la labor de una institución, en este caso el Departamento de salud. La narración sigue su rastreo a través de los primeros casos de viruela, intentando precisar las coordenadas que puedan orientarles hacia la figura que comenzó a propagar la infección. En principio, la realidad es un mapa en el que resulta difícil discernir sus pautas y conexiones. Hay una figura que cobra particular relevancia, un doctor, Wood (William Bishop). Destaca por una singularidad, o ironía, ya que atendió a Sheila cuando esta sintió, nada más llegar, mareos y dolor de cabeza, pero no asoció sus síntomas con la viruela. No advirtió lo que era. Ese detalle adquiere, como reflejo, otra resonancia cuando se asocia con el renuente proceso de asunción de una decepción amorosa que avanza, como una infección, en la mente de Sheila durante todo el relato. Su principal deseo cuando retorna a Nueva York es reunirse con el hombre que ama, Matt (Charles Korvin), el organizador del contrabando de diamantes, pero ignora que ha iniciado una relación con su propia hermana.
A Sheila le costará asumir esa evidencia aunque sea incluso reconocida por su hermana. No logra encajarla porque implica asumir que su realidad ya será otra, y que ese sueño que vivía se ha degradado o infectado. Mientras los agentes del Departamento de Salud la buscan, ella, a su vez, busca a Matt, el origen de su particular infección sentimental, porque ha desaparecido. Averiguará que su desaparición es una ausencia conveniente (descubre que para él lo conveniente es su fundamento) ya que se hace necesario esperar diez días para que puedan convertirse en dinero los diamantes, cuando se relaje la situación, ya que los agentes del Tesoro están investigando ese contrabando (de hecho, seguían a Sheila cuando llegó en tren, pero la perdieron de vista cuando ella entró en un hotel para salir por la puerta trasera). Los diamantes no son sino el reflejo de un amor que ya no es lo que ella soñaba, pero, como le cuesta asumirlo, le busca porque aún piensa que puede quedar un resquicio. La enfermedad progresa en su cuerpo en paralelo a la infección de su obcecamiento, de su enajenamiento, por no asumir que su amor ya no es elevado sino que se precipitó en el vacío. De hecho, desde las alturas, caerá el hombre que ella amaba, el hombre que la infectó con la decepción.
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