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jueves, 13 de febrero de 2020
Casanova, su último amor
En cierta secuencia de Casanova, su último amor (2019), de Benoit Jacquot, él y ella, ambos contendientes, o exploradores en la difusa niebla de los reflejos y el vaho de los desorientados sentimientos, Casanova (Vincent Lidon) y Marianne de Charpillon (Stacy Martin), se miran en un espejo. Juntos, en ese reflejo, pero separados, como quienes portan un filtro distinto de relación con la realidad, como quienes traducen del modo más impreciso lo que el otro siente. Es un espejo en una sombrerería. En su extraordinaria Caida libre, William Golding asociaba los sombreros con los sistemas o las diferentes concepciones de la vida o realidad: He colgado todos los sistemas en la pared como una hilera de sombreros inútiles. No encajan (…) Pero quiero llevar un sombrero en privado. Quiero comprender (…) Hay entre nosotros veinte modalidades de cambio, filtro y traducción. Marianne y Casanova portan dos sombreros distintos y hablan lenguas distintas. No hay intersección. No logran percibirse. Se tantean, se prueban, se aproximan, se eluden, retroceden, e incluso niegan lo que sienten. Hay quien le dice a Casanova, debió amarte mucho si te hizo sufrir tanto. Pero Casanova, supuesto experto en las lides amatorias, no lograba discernir en ese laberinto de emociones, en el que se sentía extraviado, confuso, superado por sus sentimientos y las circunstancias, y las pruebas con la que ella intenta comprobar qué siente. Pero entre lo que él siente y lo que ella discierne en sus actos, en ocasiones impetuosos, en otros elusivos, no es sino una escurridiza realidad a la que resulta difícil dotar de rasgos. Él no la entiende, ni se hace entender.
En cierta secuencia se desplazan, literalmente, por un laberinto, en el que Casanova realizará otro movimiento, acorde a un impulso, pero no hábil en cuanto reflejo de lo que siente. Avasalla, o siente ella que le avasalla. Las indirectas que ella planteaba como forma de decirle que quería compartir tiempo con él encuentran una respuesta que no sabe de sutilidades sino de un avasallamiento, signo no directo sino difuso ya que se convierte en equívoco. Es tan impulsivo que su acto no evidencia lo que siente. Aparenta lo contrario, la impaciencia del deseo que necesita ser satisfecho sin más. El ímpetu que cree percibir disposición en el asomo de receptividad, en la recuperación de una conversación amorosa al incluirse en el viaje que tiene él planeado con unos amigos. Disposición no es sinónimo de tanteo.
Durante la narración ella ha establecido unas pautas, con las que intenta discernir en la niebla que propicia el vaho de los propios sentimientos, y la desorientadora pantalla que representa Casanova. Por eso, intenta filtrar en los actos de Casanova el sentimiento del deseo proponiendo la suspensión de éste, pero no deja de colisionarse con su inconstancia, como él carece del sombrero adecuado para discernir en los actos de ella qué es representación, fingimiento interesado, o expresión de un sentimiento genuino. Uno y otro se pierden entre los reflejos, con la injerencia, por añadidura, de condicionantes o perspectivas ajenas, el amigo que, en el pasado, se sintió engañado por ella, o la madre, de Marianne, que establece su presión sobre los términos en qué debe plantearse la relación, sin que el sentimiento perjudique el beneficio comercial. El desconcierto de Casanova es tal que no logra distinguir en unos moratones el reflejo de una imposición. Su sentimiento le hace sentir vulnerable, y cree que quieren aprovecharse de esa fragilidad expuesta al descubierto. Uno y otra desconfían y se pierden entre los reflejos. En cierta secuencia, Casanova, junto a un amigo, camina en una alameda, envuelta en la niebla, con un horizonte difuso e indefinido. No sé dónde estamos, ni a dónde vamos. Casanova relata esta historia treinta años después. Así se inicia la narración. No se ve su rostro, solo el de la oyente. Su rostro se perdió treinta años atrás. Aquella relación no fue a ninguna parte, porque en ningún momento supo dónde estaba. Simplemente, se convirtió en un relato, surcado por la aflicción.
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