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miércoles, 21 de agosto de 2019
Infierno bajo el agua
El pasado también muerde. Cuando tu presente parece haberse detenido, o cuando sientes que no avanzas como hubieras deseado, como si llegaras con retraso, quizá el pasado resurja en forma de mordiscos. No se drena el paso del tiempo, y más bien te ves arrastrado hacia el pasado, como si este no te dejara avanzar, por cómo te condicionó, o como si quieras rectificarlo para que el presente fuera otro, no el que se truncó por tus errores y torpezas. Así se sienten Haley (Kaya Scodelario) y su padre Dave (Barry Pepper). Queda expuesta con precisa eficacia esa circunstancia en las primeras secuencias de Infierno bajo el agua (Crawl, 2019), probablemente la obra más equilibrada y sugerente de Alexandre Aja, incluso por encima de Reflejos (2008). Conjuga de modo armónico el conflicto emocional y la peripecia extrema que sufren los dos protagonistas. La narración fluye como un suspiro (que, a la vez, se estira agarrándote las entrañas). Es todo un modelo de fluidez narrativa.
Un tercer personaje, un huracán, irrumpe en escena para posibilitar el reencuentro entre padre e hija, quienes se habían distanciado. El padre ya no acudía ni siquiera a las competiciones de natación, para las que había sido su instructor desde niña, inoculándole el concepto de superdepredadora como motivación para ganar. Algo no ha cambiado, sigue quedando, como mucho, segunda. Quizá aquel azuzamiento se convirtió en neutralizador, en excesiva presión que no ha logrado superar. Como su padre no contesta a sus llamadas, ni a las de su hermana, ya casada, o más bien con una vida definida, que vive en Boston, decide ir en su busca, pese a que se esté evacuando la zona. Irrumpe en escena un cuarto personaje que vincula a ambos con su pasado. No encuentra a su padre en la casa donde vive, que refleja cuál es su estado emocional, por la botella de whisky que destaca en la mesa del salón, el desorden, y el revoltijo de fotografías de su pasado sobre la cama. Es el escenario de abandono de quien siente que ha fracasado con su vida, y se siente responsable del abandono de su esposa, por preocuparse más de él que de ella. Inoculas el impulso competitivo a tu hija pero no sabes proporcionar el afecto y la atención necesaria para que una relación no se deteriore. Ese cuarto personaje en cuestión es la antigua casa, aquella en la que vivieron padres e hijas, lo que se resalta con agudos detalles, como las distinta medidas de altura de las hijas, en el dintel de una puerta, durante su crecimiento (el tiempo que se escurre, el tiempo que se torna residuo). Un hogar que ya no es, sino que es una casa. Una casa que no ha vendido aún, como se presuponía, porque aún añora ese hogar que se fracturó. Aún no acepta que ese pasado se desintegrara. Aún ese pasado muerde sus entrañas. Por eso, significativamente, será en su sótano donde encuentre a su padre herido. Será en los sótanos, como si el pasado volviera contra ellos con sus mandíbulas dentadas para devorarles, donde entra en escena un quinto personaje, el cuerpo de ese pasado, los caimanes que se han apoderado de la localidad con la progresiva inundación, y han irrumpido por las tuberías de drenaje. Hay que limpiar, drenar adecuadamente, la relación con el pasado, hay que morder lo que entorpece habitar el presente.
Esa lucha por la supervivencia entre padre e hija contra los caimanes será narrada con una afinada modulación. La primera confrontación está delineada de modo formidable, con impecable uso del espacio, de su fisicidad, de los contornos y las distancias, y de la duración de los planos. Y ya expone con claridad que los cuerpos están constituidos por carne. No se deleita en explícitas escenas gore, sino en remarcar la carne herida, la carne mordida. Se resalta la consecuencia. Un mordisco no es un espectáculo, es una herida, es dolor. Del mismo modo que ambos forcejean con sus emociones heridas y mordidas. En este sentido, es lo opuesto de Piraña 3 D (2010), su más insustancial obra, en la que más bien primaba la delectación en la mutilación (que no se justificaba siquiera por la insustancialidad de los mismos personajes). Aún más, en las secuencias en las que se distrae la amenaza que sufren ambos en ese sótano con el peligro que correrán otros personajes, Aja prioriza la sugerencia, e incluso demuestra ingenio expresivo (el uso de la profundidad de campo durante el ataque de un caimán, mientras en primer término otro personaje ignora lo que ocurre por detrás; el uso de un espejo en un establecimiento para mostrar el momento en que un caimán apresa a un chico). Aja convierte la narración en un cuadrilátero en el que se confrontan padre, hija, casa y caimanes. Padre e hija forcejean con su pretérito, con sus reflejos, con los que les muerden y ahogan, con los cimientos ya inestables y frágiles. Un pasado que inunda desde el sótano hasta su tejado para que recuperen su presente, y dejen atrás los lastres de los remordimientos y las inseguridades.
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