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martes, 27 de agosto de 2019

A quien hierro mata

A mamar sangre. La violencia engendra violencia. Puedes justificarla como quieras, o puedes infligirla con la satisfacción de la crueldad. Pero siempre será daño que infliges, y más si implica sustracción de vida. En A quien hierro mata, de Paco Plaza, la muerte sigue dos direcciones narrativas. Es una mera cuestión de negocios, o es una cuestión personal. En un caso, los cuerpos son competidores, interferencias, presencias perjudiciales. Los cuerpos no son cuerpos, son piezas que cumplen una función o que se interponen en la consecución de un propósito o beneficio. El acto de matar es un trámite en cierta manera administrativo. Las estructuración jerárquica de la empresa, en este caso organización narcotraficante con su correspondiente tapadera legal (relacionada con el marisco), establecen que hay quien ordena al correspondiente empleado o sicario que elimine a la interferencia o competidor. No hay diferencia entre el marisco que reporta beneficio y el humano que interfiere o perjudica, como evidencia el ajusticiamiento inicial en una de las jaulas con las que se captura el marisco). En el otro caso, el cuerpo adquiere una dimensión resarcidora. Es también una representación, pero hay una inversión emocional en el daño que se inflige justificado en el agravio. Por eso, no deja de ser un cuerpo, para sentir la satisfacción en la devolución de un daño. La justificación de toda venganza establece que el cuerpo que se daña es ante todo un cuerpo que daña, o ha dañado (por ejemplo, que veinte años atrás fuera responsable, de modo indirecto, por designio, o suministro, de la sustancia que determinó la muerte de un hermano).
La perspectiva instrumental y la perspectiva personal entrecruzan sus direcciones cuando Antonio (Xan Cejudo), capo de la droga en territorio gallego,tras cumplir condena en prisión y padecer incapacitación para la movilidad, opta ingresar en una residencia en vez de vivir en su piso, porque no se lleva nada bien, ni en cuestiones de negocios ni en el aspecto afectivo, con sus hijos, Toño (Ismael Martinez) y Kike (Enrique Auquer). O como dice su enfermero, Mario (Luís Tosar), porque cuando se ha ejercido el poder con la satisfacción de quien disfruta con el dominio de las circunstancias y de otras voluntades, se prefiere la indiferencia de los extraños que cuidan tu cuerpo deteriorado e incapacitado a la conmiseración de los que te conocieron cuando eras poderoso. En la expresión de Mario no se perfila ni la indiferencia ni la conmiseración cuando le notifican que van a ingresar Antonio Padín. Aún más, su gesto parece insinuar una conmoción como quien contiene un grito bajo el agua porque está atrapado en una jaula, como el que es castigado en la secuencia inicial por orden de Antonio (una acción brutal e inclemente que refleja cómo ha ejercido su poder Antonio). Todos indican que Antonio está encandilado con él, pero las apariencias se pueden retorcer del modo más equívoco, como la justificación del acto justiciero se enrosca en la autoindulgencia que prefiere negar que, por unos instantes, se es también un torturador cruel, y además no en la distancia del que ejerce negocios ignorante de las consecuencias funestas que provoca, sino en la proximidad frente a frente, ojo a ojo. El ojo por ojo es ciego.
La narración también alterna dos direcciones, la de la vida y la de la muerte. Julia (María Vázquez), la pareja de Marío está embarazada de seis meses y medio. Unos matan por negocios, otro mata lentamente por venganza, como una muerte lentamente gestada, y ella gesta una criatura. La sangre de cuerpo que nace, y la sangre del cuerpo que se revienta de un disparo o porque, tras ser empujado, se golpea contra el borde de una mesa o porque, tras una persecución ávida de infligir daño que descuida la prudencia, se estrells contra el parabrisas del coche tras sufrir una colisión. Un vínculo de sangre, por mucho que se sacralice como distintivo, no asegura la conciliación ni la armonía. La sangre de una relación paternofilial puede estar tan contaminada como la del cuerpo de quien se ha drogado tanto que se ha convertido en una sombra de treinta kilos, o tan deteriorada como el cuerpo del padre por el paso del tiempo y el desgaste que deriva en mal funcionamiento. No hay afecto sino ante relación instrumental. Los hijos quieren algo del padre, y este se se resiste a complacerles, porque su negación es la que le reporta satisfacción. Siempre hay algún recurso retorcido para dañar a quienes quieren perjudicarte, en especial si dispones de poder, da igual si es tu hijo o el hombre que te mata lenta y gradualmente. La narración progresa con precisión, con efectivas fugas impresionistas que reflejan el estado de conmoción, enajenación y tensión que padece Mario, alternando las diferentes perspectivas que conforman un conjunto definido por el hecho de que, ante todo, lo que unos y otros maman es sangre, para así poder escupirla como arma arrojadiza.

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