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jueves, 11 de octubre de 2018

La noche del cazador

Dos niños huyen, John (Billy Chapin) y Pearl (Sally Ann Bruce), en una barca del alarido de un monstruo, el predicador Harry Powell (Robert Mitchum), internándose en las inciertas, y envueltas en sombras, aguas del rio. De pronto, sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo, igual que si tuviera malaria o alguna pavorosa fiebre fluvial, al pensar en cómo se las había arreglado y en que nunca, en lo que le quedara de vida, podría estar seguro de haberse librado definitivamente del Predicador, que estaba de pie, metido hasta el muslo en las aguas someras bajo los sauces, a unos diez metros por encima de la hilera de chabolas flotantes, y profirió un sostenido y rítmico alarido casi animal, de ofensa y derrota. Y la gente de las chabolas flotantes dejó de dormir, de hacer el amor, de cantar viejas y melodiosas tonadas y se puso a escuchar, pues aquello era tan antiguo y misterioso como las cosas que yacían en el río, tan antiguo como el propio mal, un alarido vibrante, desigual, que les llegaba por encima del agua y cuyo ritmo ponía los pelos de punta. (...) Y aquella gente ribereña guardó silencio, esperando que cesara, que la creciente oscuridad se lo llevara consigo y diera paso a los ruidos propios de la noche: el croar de las ranas verdes, el repentino coletazo de un pez, el chillido de una liebre en un campo al ser sorprendida por el salto de la voraz comadreja. Aunque el esquife se había alejado corriente abajo por el oscuro y silencioso río, los niños podían oír débilmente, cada vez más lejano, aquel terrible y ronco alarido. En la película, cuando el predicador comprende que no puede alcanzar la barca en la que huyen los niños, la música de Walter Schumann se interrumpe sobre un primer plano de Harry, en el que comienza a gestarse, desde sus entrañas, el alarido que brotará, ya en plano general picado, por la distancia inalcanzable, esa que señala la misma composición. El alarido se encadena de nuevo, con la música, con los acordes que darán paso a la nana que canta la niña, Pearl (aunque realmente Kitty White, cantante sugerida por Grubb tras escucharla en un night club), mientras el bote se desliza por las corrientes, como si esta fuera los mismos compases de la canción, mientras se encadenan planos que evidencian la transfiguración de la realidad, de la vida, de los niños, el umbral que han cruzado, tras la ruptura con la que era su vida familiar, de costumbre, a una vida incierta, desvalida, Se suceden planos, con el bote en segundo término del encuadre, y en primer término, manifestaciones de la naturaleza que a la vez son abstracciones: una telaraña, o una rana, o como mera transición, unos dientes de león que se disuelven, encadenado a un plano cenital de los niños en la barca.
Harry parece un ogro escapado de las páginas de uno de los cuentos que su madre les narraba antes de dormir. Un fantasma que representa, o encarna, sus turbulentas pesadillas, aquellas enquistadas en el corazón de John desde que fue impotente testigo de la detención de su padre, delante suyo, tras un fracasado intento de atraco a un banco, en el que había matado a dos hombres, y resultado herido, una acción terminal impulsada por la desesperación de ver la vida de sus hijos amenazadas por la privación, la pobreza que dominaba al país en esos años de la agudizada depresión económica, al final de la década de veinte. John fue testigo de cómo su padre se inclinaba ante el peso de la ley, de una vida sin piedad, y de su propio acto transgresor, el robo de un dinero del cual le responsabiliza para que lo esconda. Un padre que será extirpado de su vida, porque será condenado a la pena de muerte, cuando ya la sufrían en vida, por las precariedades de la depresión económica que padecían. Una doble orfandad. Ese ogro o fantasma, Harry, ataviado con los ropajes de un predicador, y tatuado en sus puños las palabras amor y odio, parece que encarna todos esos miedos, esos pesos y esas penalidades, esa inclemencia de las circunstancias, y el lastre de las responsabilidades entrecruzadas con la culpa (un dinero que se necesita pero que mancha o quema por lo que implica), ese trauma del que no se ha podido desprenderse, o que no ha podido superar, y que no es otro que el de haber visto las siniestras fauces de la vida.
Todo esto puede ser un sueño, o una pesadilla. Y así es de ambivalente, mágica y siniestra, esta representación transfigurada con la que Charles Laughton delinea esta asombrosa obra maestra. La noche del cazador (The night of the hunter, 1955), adaptación de la excelente novela homónima de Davis Grubb, publicada dos años antes, es una obra excepcional, no sólo por sus cualidades, sino por su singularidad. James Agee, posteriormente autor de la espléndida novela Una muerte en la familia (1957), adaptó la novela, aunque Grubb declaró que Laughton quería representar de modo tan fidedigno las imágenes mentales que había tenido en mente que, sabedor de que era un dibujante aficionado que dibujaba escenas y caricaturas de personajes sobre los que había escrito, le pidió esos dibujos, que fueron cientos durante la producción.(Grubb declararía que no sólo fue el autor de la novela adaptada sino el auténtico diseñador escénico).
La noche del cazador es una obra única porque este gran actor no dirigió otra película más, decepcionado por su escasa repercusión, y única porque es una de esas obras de arte sin igual, una obra obra umbral y fronteriza, entre tiempos, una rareza en el propio, inspirada en el expresionismo alemán, con algunas de las composiciones visuales más deslumbrantes legadas al cine, cortesía de Stanley Cortez, y apertura de senderos que cineastas como David Lynch han seguido en sus corrientes más turbias, en ese desplazamiento de la realidad en una tierra de nadie hecha de sueños, y proyecciones fantasmales. Un cuento de hadas siniestro del cuál podemos encontrar ecos en algunas obras de Tim Burton, o hasta de los hermanos Coen (¿No hay huellas de este Harry en figuras como el Anton de la también magnífica No es pais para viejos o aquel turbio motorista cazarrecompensas de Arizona baby, perseguidores o cazadores, ambos implacables?). El personaje de Harry fue ofrecido a Gary Cooper, quien lo rechazó porque consideraba que perjudicaría su carrera. Laurence Olivier o John Carradine mostraron interés en interpretarlo pero Laughton se decidió por Mitchum tras quedarse impresionado con su audición. Cuando describió al personaje como mierda diabólica, Mitchum exclamó: ¡Presente!.
Harry parece un fantasma surgido de las páginas de un libro, como recuerdan a ilustraciones los paisajes o casas que se recortan contra el crepuscular horizonte,iluminadas por una luz que parece surgir desde abajo, desde unas profundidades abisales, durante ese recorrido que realizan los niños en su bote por el rio. Figuras perfiladas que dan la impresión de estar clavadas o adheridas en un horizonte unidimensional, incluso ese pájaro en una jaula (¿el reflejo de los niños?), cuya sombra se perfila en la ventana de la casa, donde los niños se esconderán para dormitar en el granero. La naturaleza ( una tela de araña, un sapo, una tortuga, unos conejos), integra a los niños, como si fueran parte de ese conjunto, y puntúa, al detentar primer plano, lo mágico de un viaje a otro mundo donde las figuras humanas parece que se desvanecen. Dos pequeños errantes o náufragos, émulos de Tom Sawyer o Huckleberry Finn, quienes en un recodo del trayecto se detienen para pedir comida en una casa, en la que una mujer reparte algo de sus sobras a los hambrientos niños errantes. Imágenes, estas, dominadas por la luz solar, la luz que quema de la realidad, de esa depresión económica que asfixia a los habitantes del país.
Un fantasma que no deja de perseguirles, en busca de ese dinero que el padre le dejó a su hijo para que lo guardara (dinero escondido, precisamente, en el interior de la muñeca de su hermana, la inocencia manchada que hay que dejar atrás, en las corrientes de la vida, para madurar). Las falsas apariencias son las fauces del monstruo, la promesa de riqueza que devoró a su padre por no resistir a la desesperación. La falta de escrúpulos que se camufla en la apariencia servicial, que no es sino un nudillo que aplasta, un siniestro titiritero que se sustenta en la escenificación, como se desvela en esa escenografía de sombras que asemeja a un altar, cuando asesina a la madre en un trance histriónico, reflejo distorsionado de una homilía que no es sino un colmillo disimulado. Es una sombra que supura sombras. Cuando John duerme en el granero, despierta, y oye una voz que canta, esa letanía que repite Harry, que comienza con ese leaning (inclinándose), la sombra siniestra de la imagen no olvidada, ni superada, su padre inclinándose ante la ley y la vida. Y en aquel horizonte que parece recortado, aparece aquella figura, o sombra, a caballo. Una sombra, codiciosa, voraz, que no deja de perseguir al niño (no por casualidad la siguiente criatura que avistan, ya de nuevo en el rio, es la de un zorro encaramado a un árbol). Una sombra que, al final, como hizo el padre, se inclinará ante el peso de la ley y de una vida sin piedad, en una secuencia que repite la misma acción. Por eso conmociona tanto la reacción del niño cuando grita desolado al ver cómo someten a Harry, a su fantasma, a su sombra, porque es como si reviviera lo que hicieron a su padre. Quizás era el fantasma de aquel dolor, y aquella decepción, al confrontarse con las fauces siniestras de la vida, que aún no había logrado superar. Compadeciéndose de Harry, de su fantasma, sentirá, al fin, haberse liberado de él, y asumido la orfandad ante la intemperie de la vida, aunque protegido bajo el cálido manto, la serena piedad, de la firme y amable anciana, Rachel (Lilian Gish), que acoge a los niños desamparados y desvalidos.

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